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La Opinión

Así avanza un gobierno autoritario

Un gobierno autoritario en el mundo rara vez se imponen de un día
a otro por un golpe militar o algún otro mecanismo de cambio abrupto

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Jacques Coste

Muchos autores han escrito, desde distintas ciencias sociales, sobre cómo los gobiernos se encaminan poco a poco hacia el autoritarismo. Destacan especialmente Hannah Arendt, Ian Kershaw, Jason Stanley, Juan Linz, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt.

Todos ellos, y otros tantos más, coinciden en que el autoritarismo rara vez se impone de un día a otro, por un golpe militar o por algún otro mecanismo de cambio abrupto. Más bien, consideran que el autoritarismo avanza gradual y cautelosamente, cubierto bajo un manto de supuesta legalidad y legitimidad popular, hasta que se instaura por completo.

Cuando los ciudadanos se dan cuenta de que viven en un régimen autoritario, es demasiado tarde. El gobierno está tan consolidado que difícilmente se puede hacer algo para revertir las tendencias que se gestaron progresivamente durante los años anteriores. Es común que los propios ciudadanos tilden de alarmistas o exageradas a las primeras voces que detectan y denuncian el talante autoritario de un gobierno.

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Esto ocurre por tres motivos principales. Primero, cuando la gente escucha el término “autoritario”, se imagina a los dictadores más represivos y sanguinarios de la historia.

La realidad es que hay autócratas que ejercen el poder de manera menos violenta que otros, ya que encuentran mecanismos coercitivos más sutiles para impulsar su agenda antidemocrática e iliberal.

No se puede comparar a Maduro, Trump, Erdogan, Bolsonaro o Putin con Hitler, Mussolini, Stalin, Pinochet o Franco, pero eso no quita que todos ellos sean autoritarios.

La segunda razón es que los gobiernos autoritarios se preocupan por guardar ciertas formas y respaldan sus decisiones mediante interpretaciones —dudosas y forzadas— de la ley o los principios democráticos.

El tercer motivo por el que es difícil detectar a los líderes autoritarios en una etapa temprana es que muchos de ellos llegan al poder después de triunfar en las urnas.

Por ello, los ciudadanos dan el beneficio de la duda a los autócratas recién electos: ¿cómo van a ser autoritarios si llegaron al poder gracias a que ganaron unas elecciones democráticas, justas y válidas?

Ya en el gobierno, los líderes autoritarios van concentrando poder poco a poco. Desacreditan a sus críticos y socavan a las instituciones que promueven el pensamiento libre e independiente, como las universidades, los medios de comunicación y los centros de investigación.

También desarticulan a los contrapesos que normalmente funcionan como diques de contención frente a su figura: los poderes Legislativo y Judicial, las instituciones autónomas, los partidos políticos de oposición, las organizaciones de la sociedad civil y los intelectuales, analistas y periodistas críticos.

Los líderes autoritarios les otorgan cada vez más facultades a las fuerzas armadas, ya que su organización jerárquica y vertical ofrece grandes ventajas. El militar obedece sin cuestionar, pero también es eficiente para resolver los problemas de manera rápida y definitiva.

Los autócratas se apropian de la historia para construir relatos que apelan a la gloria pasada —y ficticia— de la nación, la cual es recuperable si se sigue el camino del líder. Él y sólo él es capaz de devolverle al pueblo la grandeza que alguna vez lo caracterizó. Insisto, estas acciones son progresivas.

No ocurren de golpe, sino que avanzan lenta y decididamente. Se cimientan en ciertas interpretaciones de la ley y, sobre todo, en la legitimidad popular del líder. Por tanto, es difícil que el ciudadano las califique como autoritarias.

Hasta el régimen nazi empezó justificando sus decisiones en ciertas interpretaciones de la ley existente o expidiendo nuevas leyes para moldear su régimen autoritario. Incluso, el otrora gran jurista Carl Schmitt se acabó convirtiendo al nazismo y fungiendo como su ideólogo para legitimar las acciones del gobierno nacionalsocialista en términos jurídicos.

Las frecuentes alusiones del líder a su legitimidad popular como respaldo a sus políticas son un rasgo común de todos los regímenes autoritarios.

Los autócratas basan su narrativa en la construcción de un nosotros y un ellos. Nosotros, los históricamente marginados, contra ellos, los históricamente privilegiados. Nosotros, los oprimidos, haremos justicia contra ellos, los opresores. Nosotros, el pueblo, contra ellos, la élite. Nosotros, los patriotas, contra ellos, los traidores.

Así pues, la retórica del líder autoritario se basa en la dicotomía, la división y el encono. El autócrata abreva de la polarización, exacerba las heridas históricas y enerva los ánimos de sus seguidores por medio de la exaltación de las rivalidades sociales o políticas existentes y la invención de enemigos nuevos.

Haríamos bien en escuchar las advertencias de Arendt, Kershaw, Stanley, Linz, Levitsky, Ziblatt y compañía. Si un gobierno parece autoritario, toma decisiones autoritarias, enarbola un discurso autoritario y ejerce el poder de manera autoritaria, entonces es autoritario.

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