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Inteligencia Artificial

Para leer a J.R.R. Tolkien en la voracidad de la imaginación

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“Este libro trata principalmente de los Hobbits…”, es la primera oración del prólogo de La Comunidad del Anillo, de la saga de El Señor de los Anillos, de J.R.R. Tolkien, una lectura que hacía más que comunicar, pues también podía crear.

Hay dos santos a los que debo el mayor de mis placeres modernos. Pues, si aprendí a leer, fue gracias a J.R.R. Tolkien—quien hoy conmemoramos—y la generosidad de mi tío Manuel.

Claro que, antes de ello, hubo muchos que me enseñaron lo básico. Esas personas que, con gran paciencia, se sentaron conmigo en brazos (aún cabía, entonces, en ellos) para enseñarme aquel sistema compartido de garabatos.

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Seguro, desde antes, ya suponía que las palabras tendrían algo de importancia. Aún en la seguridad del hogar, debía reconocer lo mucho que aparecía la «e» por todas partes y, quizá, me reía ante la simpleza que tiene la «s» en sus curvas.

Todo inició por mi madre—me mataría si no lo reconozco—; a eso del año y medio comenzó, rigurosamente, a darme clases para desentrañar esos dibujos que abundaban a mi alrededor.

De ahí todo cambió. Aprendí a pronunciar letras y, en mi mente, recitar los sonidos de sílabas. Generalmente, aquello que nuestra especie llama leer y, la gran mayoría de nosotros—definitivamente los que llegaron a este punto—, somos capaces de hacer.

Pero hoy, que pienso en mis primeras lecturas —en esas de Tolkien a las que pronto llegaré—, no puedo evitar cierta incomodidad con dicha perspectiva tan simple del verbo leer. Como si, en una sola palabra, hubiéramos puesto dos significados distintos; hasta antagónicos.

Uno es la técnica de interpretar líneas y círculos para ver, en ellos palabras, desde edad temprana. Descifrar, en ellas, conceptos conocidos desde antes—previo a escribir, viene el hablar y, antes de ello inclusive, los destellos de la razón—. Más lo otro es lo que importa; es lo que en Tolkien encontré.

Me explico. Aunque fui muy precoz en entender palabras, no adquirí el gusto a la lectura hasta eso de sexto de primaria entre elfos y enanos. Fue, realmente, consecuencia de mi gusto por las caricaturas—la entrada más bizarra a la literatura, he de confesar—. Disfrutaba llegar de la escuela y ver, en televisión, caricaturas del hombre araña y los X-Men.

Por esos temas, mi tío Manuel, en aquel entonces, fue el mentor más querido—aunque nunca, me parece, se percató del impacto que en mí tuvo—. Un fanático de los superhéroes y las historietas; todo lo que, en la adolescencia, es catalogado de antitético a la popularidad.

Cuando vio mi gusto por los superhéroes, lo arropó con tal afecto que, todos los días, añoraba verlo solo para platicar. Al volver de la escuela, escuchaba atento a sus chismes de Marvel y DC, tratando de memorizar tantos nombres y esperando, algún día, llegara a tener cómics también—aunque, en mi natal Cozumel, no llegaban nunca a las tiendas escasas—. Ante su ausencia, me daba por bien servido con escuchar a mi tío Manuel.

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Supongo que habrá sido una combinación de mi entusiasmo y la falta de historietas lo que lo llevó a darme uno de los únicos libros que llevaba consigo: una copia usada—y bien leída—de El Señor de los Anillos. Solo tenía el primer volumen—La comunidad del anillo— pero prometió que, si me gustaba, buscaría los otros dos en la Ciudad de México cuando regresara.

No eran superhéroes, me dijo con certeza, pero seguro me gustaría también. Era algo similar, al menos, en la voracidad de la imaginación; el volar sobre una ciudad se asemejan a los hechizos de un mago. Entiendo por qué me lo regaló, pero no creo que supiera lo que acababa de hacer.

No devoré La comunidad del Anillo como, quizá, se esperaría por toda la expectativa que he construido. Tardé, probablemente, dos meses en acabarlo por una decisión propia.

Más quiero dejar claro que no fue porque me fuera aburrido. Es, quizá, la única lectura que he anticipado tanto en mi vida—la única que me frustraba no poder terminar tan rápido—.

Llevaba el libro escondido en mi lonchera porque, en aquel entonces, no nos dejaban llevar juguetes de cualquier tipo —lindo pensar en los libros a la par de las figuras de acción—. Y, recuerdo, lo sacaba a escondidas en los recreos para leer en un rincón remoto hasta que sonara la campana.

Ahí, a la sombra de los árboles, leí de Bilbo Bolsón y su cumpleaños centésimo decimoprimero; admiré los detalles de Rivendel cuando se forma la comunidad para proteger a Frodo. Todo mientras aquel libro de mi tío comenzaba a desmoronarse y yo, desesperado, usaba el pegamento blanco del salón para repararlo.

Fue en esos recreos que, genuinamente, aprendí a leer en lugar de interpretar garabatos. Por primera vez descubrí que la lectura, hacía más que comunicar; también podía crear. Recuerdo esa emoción de asombro al leer la primera oración de su prólogo —tan sencilla pero tan compleja para mis doce años:

“Este libro trata principalmente de los Hobbits…”. Pero bueno, ¿qué demonios era un Hobbit? Este autor, cuyo nombre sabía solo como acrónimo (J.R.R.), se negaba a usar las palabras que me habían enseñado para sus creaciones. Vendrían una infinidad más—Morgoth, Saurón, Mordor—.

Tal vez ese fue el verdadero motivo que me tardé tanto en leerlo; por tener que descifrar todos los términos del maestro. Difícil admitirlo, pero fue el mejor de los regalos. Con ello aprendí que el idioma no es solamente para describir la realidad. Era, también, capaz de crear otras nuevas; de inventar palabras y usarlas, a su vez, para hacer mundos enteros—un cliché, lo sé, pero tiene, en ello, mucha verdad—.

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Lo que más disfrutaba, en esos hoy distantes recreos, era saber que, en esa lonchera, estaba la posibilidad de ver una vida distinta a la que vivía. Me fascinaba que las oraciones tuvieran ese poder creativo y que yo, como lector, tenía que estirar a fondo los músculos de mi mente para separar la lectura como herramienta de su valor artístico.

No envidio, por ello, a los que aprenden a leer solo una vez. Nunca han tenido la oportunidad de ver el verdadero poder de la escritura; el de crear nuevos significados y, de la nada, sacar la Tierra Media en medio de la nuestra.

Eso es lo que, genuinamente, le debo a Tolkien. El haberme enseñado que leer es mucho más que interpretar garabatos. Es el sentir una ansiedad constante a cada paso de Frodo y Sam hacia Mordor; es llorar cuando el anillo lo destruyen en las entrañas de Orodruin.

Y, sabiendo que todo eso es falso, que la campana del recreo pronto sonaría, aún rogaba por un instante más para llegar al final del capítulo. Porque, en esos breves instantes, sabía que era cierto lo que me escribía; admiraba el poder genuino de la escritura.

Cuando pienso en la palabra “leer”, pienso en esos momentos donde descubrí a Tolkien y las emociones que me causó. Eso, para mí, es el verdadero significado de la palabra «leer», que tanto le debo al escritor inglés.

No lo sabía mi tío Manuel—y quizá no se lo imaginaba—, pero fue él el que me dio el mejor regalo con su gesto desinteresado. Y fue Tolkien el que, a través de ese libro que aún hoy conservo, me enseñó verdaderamente a leer.

José Luis Sabau Fernández | El Sol de México

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