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Seguridad

En Chiapas hay un cártel indígena y una copia de los Maras

San Cristóbal de las Casas es el punto estratégico para dispersar los negocios delictivos

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SAN CRISTOBAL DE LAS CASAS, Chiapas. En el centro de la llamada Ciudad Real, en medio de la muchedumbre que acude todos los días al Mercado de Santo Domingo de San Cristóbal de las Casas, tres muchachitos de entre 15 y 19 años cazan a su siguiente presa desde una esquina. Es el cartel indígena.

Las radios de comunicación, la pistola en esas bolsas que se conocen como “mariconeras” y una motocicleta para huir a toda velocidad son las características de dichas células criminales que operan en esta ciudad colonial.

Algunos los conocen como “Los Motonetos”. Otros, sencillamente, como el “brazo armado” del grupo criminal “Sentimientos de la Nación”, pero también como “los sicarios” del llamado Cártel de San Juan Chamula (CSJC), la primera organización indígena de la delincuencia organizada en el país.

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Operan como las maras salvadoreñas (Mara Salvatrucha y Barrio 18) porque, dicen policías de este municipio, comerciantes y pobladores, “son adiestrados por estos pandilleros centroamericanos y han provocado, incluso, la parálisis total de la ciudad en varias ocasiones”.

Algunos de estos jóvenes, incluso, ya ostentan tatuajes en la cara con las siglas del cártel indígena o del grupo “Sentimientos de la Nación”.

El CSJC y sus redes criminales controlan desde hace casi una década este centro neurálgico en el trasiego de drogas, armas, migrantes y huachicol.

Y es que San Cristóbal de las Casas, ubicado en el corazón de los Altos de Chiapas, es el punto estratégico para dispersar los negocios delictivos en tres corredores estratégicos: el que va hacia el Golfo de México, vía Palenque y Villahermosa; el que va hacia el Pacífico, vía Tuxtla Gutiérrez, y el que va hacia el centro, vía Veracruz y Oaxaca.

La existencia del primer cártel indígena incluso ha sido reconocida por el propio gobierno federal. En noviembre de 2021, Ricardo Mejía Berdeja, entonces subsecretario de Seguridad Ciudadana, reconoció la existencia del CSJC y a principios de julio de este año hizo lo propio el subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, Alejandro Encinas.

Un fenómeno que se dio a partir del surgimiento de esta organización criminal -que según pobladores de San Juan Chamula y de San Cristóbal de las Casas inició a partir del gobierno de Juan Sabines (2006-2012), hoy cónsul de México en Orlando, Florida, y se exacerbó en las administraciones del hoy aspirante presidencial de Morena-PVEM-PT, Manuel Velasco (2012-2018) y de Rutilio Escandón (2018-2024)- ha sido la desmedida construcción de extravagantes casas de entre dos y cuatro pisos (muchas de ellas deshabitadas) en las inmediaciones de San Juan Chamula, que supuestamente pertenecen a los líderes de este grupo delictivo.

Policías municipales y elementos de Protección Civil de San Cristóbal de las Casas consultados dicen que los principales negocios del CSJC y de uno de sus “brazos armados”, “Los Motonetos”, son el tráfico de drogas, armas, migrantes y huachicol, aunque en la zona urbana de esta ciudad se dedican al “cobro de piso”, secuestro, narcomenudeo, asalto a mano armada a negocios y personas, y extorsión.

Otra práctica de estos grupos es la trata de personas, que ha derivado en un preocupante fenómeno que ha sido llamado “etno-pornografía”, en el que jóvenes indígenas de entre 14 y 18 años son secuestradas y forzadas a tener relaciones sexuales mientras son grabadas. El material de estas grabaciones es vendido clandestinamente en los tianguis y mercados de San Cristóbal de las Casas y San Juan Chamula.

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Los paramilitares tiran a matar

Las balas de las armas de alto poder, de los rifles de asalto que disparan los miembros del grupo paramilitar Organización Regional de Cafeticultores de Ocosingo (ORCAO) pasan zumbando, un día sí y el otro también, los techos de zinc de la casa de ese hombre con semblante de terror, al que rodean cuatro de sus hijas e hijos, todos menores de edad.

Las ráfagas salen de entre las milpas y la maleza, a escasos trescientos metros de esa vivienda que está justo a la entrada de la comunidad autónoma Moisés y Gandhi, que forma parte de las bases de apoyo del EZLN.

El hombre, a quien no conviene preguntarle por su nombre ni por ningún detalle relacionado con su persona, señala hacia el punto exacto de donde vienen las agresiones y dibuja con la mano derecha la trayectoria de los proyectiles.

Por lo pronto, todos los caracoles y los municipios autónomos zapatistas en Chiapas se encuentran en “alerta máxima” por este tipo de ataques.

El caracol de Oventic, por ejemplo, uno de los puntos más importantes y significativos de la organización rebelde, ubicado a unos quince kilómetros de San Andrés Larráinzar, en la región de Los Altos, está cerrado para cualquier persona que no pertenezca a las bases zapatistas.

Son instrucciones de la comandancia y de las asambleasdice el muchacho que cuida el acceso al caracol de Oventic.

Unos kilómetros más al norte, también en la zona de Los Altos, en las comunidades de Santa Martha, Aldama, Chalchihuitán, San Andrés Duraznal y Chapultenango, en el municipio de Chenalhó, casualmente cercanos a Acteal, los grupos paramilitares también han sembrado el terror, lo que ha orillado a decenas de desplazamientos forzados.

Las tácticas de estas organizaciones paramilitares -coinciden pobladores y defensores de derechos humanos en Chiapas- no son las mismas que se dieron en la década de los noventa, tras el levantamiento del EZLN, época en que tenían presencia grupos como Los Chinchulines, Paz y Justicia o Máscara Roja, financiados por caciques priistas de la entidad y entrenados por el Ejército.

Ahora estos grupos cuentan con un ingrediente especial que –dicen pobladores y organizaciones civiles– “coinciden con las prácticas de los grupos del crimen organizado, así como de las técnicas de contrainsurgencia que se implementaron en Centroamérica, especialmente en Guatemala, para arrasar a las comunidades que apoyaban a la guerrilla”.

La tragedia migrante

Ahí viene de regreso Eliseo, el balsero de 16 años que todos los días va y viene de Tecún Umán, Guatemala, a Frontera Hidalgo, México, cargado de migrantes de diversas nacionalidades.

Viene agotado, harto sudoroso. Ya le cuesta trabajo dominar la corriente del Río Suchiate. El palo de balso ya lo levanta con desgana. Ahí viene el chamaco chapín, ahora con una familia de venezolanos.

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Pero son cuatro: el padre, la madre y dos niños, es decir, cuatro viajes de a 40 quetzales cada uno (unos 25 pesos mexicanos). Eso parece tranquilizarlo ya a unos metros de la ribera del lado chiapaneco.

La familia, nada más pisa tierra mexicana, corre hacia los pasillos de un conjunto de bodegas que está a unos metros del afluente. En la primera calle se encuentran con el “pollero” que los llevará a un lugar impreciso del territorio nacional. Suben a un automóvil blanco y se pierden entre las calles de esta ciudad fronteriza.

Los 160 quetzales que se ganó Eliseo en este cruce no tienen nada que ver con las sumas de dinero que manejan los “polleros” -quienes a su vez están ligados a grupos criminales o a cárteles del narcotráfico- para supuestamente llevar a esos migrantes a la frontera norte. “De 15 mil a 20 mil dólares el viaje”, coinciden otros balseros a las orillas del Suchiate.

Por ello se habla por estos lares de que la diversificación de los negocios ilícitos de las bandas criminales se ha potencializado al grado de que el tráfico de drogas ya pasó a un segundo plano.

Otros migrantes, desesperados, con rostros de dolor, angustia y tristeza, mucha tristeza, optan el puesto migratorio instalado a un costado de las escalinatas que van del Suchiate a la calle Primera Poniente. Los más son los haitianos, pero también hay salvadoreños, colombianos, cubanos, ecuatorianos, hondureños… y uno que otro ruso o chino.

Ahí se entregan a las autoridades migratorias y, algunos, sólo algunos que son mencionados en una interminable lista, que es un primer filtro, abordan autobuses del Instituto Nacional de Migración (INM) que los acercan a Tapachula, a Arriaga, a Tuxtla Gutiérrez, a distintos campamentos que se encuentran sobre las carreteras chiapanecas, para definir su situación migratoria.

Jairo, un muchacho de 30 años, oriundo de Frontera Hidalgo, que transporta en una motocicleta abarrotes que compran comerciantes guatemaltecos del lado mexicano y luego lo venden en su país, porque “acá sale más barato”- dice que es bien sabido que los migrantes que optan por los “polleros” son los que corren los mayores riesgos.

“Si bien les va, los abandonan en cualquier lugar del país, luego de extorsionarlos. Otros son secuestrados o víctimas de trata. También se sabe que hay reclutamientos forzados para formar parte del crimen organizado o para realizar trabajos forzados, casi como esclavos”.

Se sabe que hay reclutamientos forzados para formar parte del crimen organizado o para realizar trabajos forzados, casi como esclavos, dijo Jairo, oriundo de Frontera Hidalgo

Jairo narra las historias que cuentan aquí y allá los miles de migrantes que han cruzado por este punto. La intensa humedad que emana del Suchiate ataranta y provoca mareos. La humedad hace más pesada la tristeza, pero disimula mejor una lágrima con una gota de sudor.

A Jairo nada le es ajeno. Vibra y se indigna con esta crisis humanitaria. “Nací aquí. Tengo treinta años y nunca vi este dolor de tantos seres humanos”. Señala hacia el norte, hacia tierra adentro, hacia el territorio chiapaneco. Contiene el llanto: “Y todavía todo lo que les espera allá adelante. Hasta parece que estamos en guerra”.

Rivelino Rueda | El Sol de México

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