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La Opinión

La cruzada revisionista de Sheinbaum

Los gobiernos suelen apropiarse de los relatos históricos para acomodarlos a su narrativa y, así, legitimar sus decisiones mediante la historia oficial

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La cruzada de revisionismo histórico que ha emprendido el gobierno de la Ciudad de
México
llama la atención, no porque el revisionismo histórico sea malo en sí mismo.

De hecho, la disciplina histórica se nutre de la constante revisión y reinterpretación de los acontecimientos del pasado. Sin revisionismo, no existiría la historia profesional: así de
simple.

En tal sentido, la historia académica es revisionista, pero aspira a la verdad, una verdad en constante construcción, que se enriquece de nuevos hallazgos y estudios. No se trata de una verdad única, estática, imparcial e inmodificable, pues, mientras los seres humanos se encarguen de escribirla, eso será imposible.

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Pero sí se trata de una verdad sujeta a ciertos parámetros de objetividad: se sustenta en fuentes —documentales y orales—, debe pasar por varios filtros —como la crítica de los colegas o los dictámenes de cuerpos colegiados— y se enuncia desde posiciones no militantes.

Los gobiernos suelen apropiarse de los relatos históricos para acomodarlos a su narrativa y, así, legitimar sus decisiones mediante la historia oficial o la historia de bronce. Eso no es nuevo.

Los presidentes estadounidenses constantemente evocan a los padres fundadores para barnizar de democracia y constitucionalismo sus acciones. Los mandatarios franceses
hacen lo propio con los principios de la Revolución y la Ilustración. Y lo mismo ocurre en
todo el mundo.

El presidente López Obrador, como bien se sabe, es muy dado a esta práctica: no hay
conferencia matutina sin una cita a Juárez, Madero, Zapata, Morelos u otro prócer histórico.

La propia autodenominación de su proyecto político, “la cuarta transformación”, es el ejemplo más visible de ello.

Sin embargo, el caso de Claudia Sheinbaum y su séquito es un tanto distinto. La jefa de Gobierno no se limita a blandir la historia oficial en favor de su programa político.

Tampoco se conforma con inscribir a su administración de los relatos históricos épicos,
como lo hace el presidente López Obrador.

Más bien, la jefa de Gobierno ha lanzado una cruzada abierta para reinterpretar el pasado prehispánico y virreinal de la capital con el objetivo de dotar a la ciudad de un aura indigenista y victimista, de un vínculo casi místico con los “pueblos originarios”.

El problema es que esta cruzada no se ata, en extremo alguno, con la realidad. Es decir, no tiene la más mínima intención de veracidad: lo que importa es que el pasado se acomode a la narrativa del presente, en desdoro de los hechos, las fuentes y los datos.

Es una cruzada de reivindicación que carece de rigor histórico. Es la reivindicación por la reivindicación y el renombramiento por el renombramiento. No fue noche triste: triste para los mugrosos españoles; para nosotros, descendientes de los poderosos aztecas, fue la noche de la victoria.

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No es la avenida Puente de Alvarado: nosotros no enalteceremos a un gachupín asesino; ahora, es la Calzada México-Tenochtitlan para recordar la esplendorosa capital mexica.

Lo preocupante es que se pretende revivir un pasado glorioso que jamás existió, en aras de exacerbar un nacionalismo regionalista, indigenista y revanchista. Quizá esta afirmación parezca exagerada, pero recordemos que así comenzaron los regímenes fascistas del siglo XX: enalteciendo las hazañas de los romanos y los germanos, por un
lado, y revictimizando a los pueblos italiano y alemán por las afrentas históricas que
sufrieron, por el otro.

No me atrevería a aseverar que estemos en este punto. Es más, ni siquiera estamos cerca de él. No todavía. Pero la jefa de Gobierno está caminando por una senda peligrosa y,
poco a poco, avanza hacia una frontera que no quiere cruzar. Si la traspasa, no hay vuelta
atrás.

Insisto, es válido que los gobiernos se valgan de narrativas históricas épicas para legitimar sus decisiones. Todo el tiempo lo hacen y eso no debe asustarnos. Sin embargo, la historia oficial se basa en ciertos hechos verdaderos, aunque exagera muchos elementos con tal de fomentar el patriotismo y posicionar a los gobernantes actuales en el “lado correcto de la historia”.

A su vez, la historia de bronce enaltece las obras de los “héroes patrios” y los pinta como prohombres —autores de grandes gestas— con el objetivo de moralizar a los ciudadanos.

Esas supuestas gestas tienen muchos elementos míticos, pero también tienen ciertos elementos de verdad.

En cambio, la historia revanchista de Sheinbaum se basa en muy pocas verdades y carece
de matices: ¿La noche de la victoria? ¿Cuál victoria, si el Imperio azteca fue derrotado al
poco tiempo? ¿Y la victoria de quién, si cientos de tlaxcaltecas murieron en la ofensiva
mexica?

Otorgar a los pueblos indígenas el lugar en la nación que históricamente se les ha escamoteado es un propósito loable, sin duda. Pero hacerlo con base en un pasado glorioso, mítico y maniqueo no conducirá a nada bueno. Borrar una parte de la historia de la ciudad para sustituirla por otra, con el objetivo único de satisfacer las ambiciones
políticas de la actual jefa de Gobierno es un despropósito.

Ignorar los pasajes históricos incómodos, reemplazarlos por gestas heroicas y revictimizar a los capitalinos actuales por lo que sufrieron los habitantes de Tenochtitlán hace quinientos años es un disparate que puede despertar los peores instintos de la sociedad y que priva a los ciudadanos de conocer su pasado de forma veraz.

Twitter: @jacquescoste94

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