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La Opinión

Crónica de una militarización anunciada

Poco a poco, López Obrador fue encargando más y más tareas a los militares. Ya no sólo es la seguridad pública, también es la administración de puertos y aduanas

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Vemos desempeñar a militares cada vez más funciones de gobierno. / Foto: Archivo

En 2000, designaron al general Rafael Macedo de la Concha como procurador general de la República. De entrada, nos pareció raro que un militar en retiro fuera el máximo fiscal del país, sobre todo tratándose del primer gobierno de alternancia democrática, pero pasaron algunos meses, nos acostumbramos y lo dejamos pasar.

En distintos momentos de su sexenio, Vicente Fox ordenó el despliegue de operativos militares focalizados en algunas zonas de Guerrero, Tamaulipas y la frontera norte. Se habló mucho de cómo la presencia de los cárteles de la droga había aumentado en esas zonas, pero se dijo poco acerca de la participación castrense en tareas de seguridad pública. Al fin y al cabo, eran operativos aislados, ¿no?

Llegó Felipe Calderón al poder y lanzó su guerra contra las drogas. Él mismo catalogó su estrategia de combate al crimen organizado con esa palabra: “Para ganar la guerra contra la delincuencia es indispensable trabajar unidos. Por eso nuestra entrega debe ser total y sin descanso. No cederemos ni claudicaremos ante el reto de brindar seguridad porque en ello está en juego el progreso de la Nación” (discurso pronunciado el 22 de enero de 2007 en la XXI Sesión del Consejo Nacional de Seguridad Pública).

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Así, la presencia de los militares en las calles, en los barrios, en los pueblos, en el campo y en las ciudades se convirtió en cosa de todos los días. Los retenes de soldados en las carreteras eran comunes. Las balaceras entre elementos de las fuerzas armadas y miembros de bandas criminales dejaron de ser noticias dignas de primeras planas y pasaron a las páginas interiores de los diarios.

Murieron miles de mexicanos y desaparecieron otros tantos, pero nos acostumbramos.

Sí, hubo marchas y manifestaciones contra la violencia. Sí, proliferaron los colectivos de búsqueda de personas desaparecidas. Sí, las organizaciones de la sociedad civil denunciaron todo tipo de abusos y violaciones a derechos humanos. Sí, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad canalizó toda esa energía y mostró el infierno de crueldad y muerte en que se estaba convirtiendo México. Pero lo cierto es que nos acostumbramos a vivir con todo eso.

Mejor gozar del cuidado de los militares que quedar a expensas del crimen organizado, ¿no? Al fin y al cabo, esta solución era sólo temporal en lo que se profesionalizaba a los cuerpos policiacos, ¿verdad?

Llegó el sexenio de Peña Nieto. El discurso cambió. Ya no se usaba el término guerra contra las drogas, pero el ejército siguió en las calles y el secretario de la Defensa era uno de los pesos más pesados del gabinete. La violencia y las violaciones a derechos humanos continuaron. Ocurrió la noche trágica de Ayotzinapa. Y la situación siguió igual: cientos de muertos a la semana; desaparecidos, ¿quién sabe cuántos?

Por si fuera poco, Peña les regaló a las fuerzas armadas el tan ansiado marco legal para regular —en la práctica, normalizar— su participación en labores de seguridad pública. El Congreso aprobó la Ley de Seguridad Interior, que la Suprema Corte acabó echando por tierra.

Nuevamente, hubo manifestaciones, paros, protestas. Hubo foros sobre violencia, informes de organizaciones internacionales y denuncias de la sociedad civil. Pero, en general, los mexicanos seguimos con nuestra vida. Ésa era nuestra nueva normalidad.

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López Obrador llegó al poder con el lema de “abrazos, no balazos”. El ejército regresará a los cuarteles, decía. Iniciará un proceso de justicia transicional, prometía. Se atenderá la violencia y la criminalidad desde su raíz, argumentaba.

Ocurrió exactamente lo opuesto. Se fundó la Guardia Nacional, un vehículo institucional para seguir usando al ejército como policía, una fachada civil para una estrategia de seguridad pública militarista.

Como si no bastara, en marzo de 2020, se expidió el “Acuerdo por el que se dispone de la Fuerza Armada permanente para llevar a cabo tareas de seguridad pública” en el Diario Oficial de la Federación que declara, de facto, la militarización de la seguridad pública por lo que resta del sexenio.

Hubo oposiciones y resistencias ante estas medidas, pero a grandes rasgos nos pareció normal. Continuamos con nuestra vida.

Poco a poco, López Obrador fue encargando más y más tareas a los militares.

 Ya no sólo es la seguridad pública, también es la administración de puertos y aduanas, la construcción de aeropuertos y vías férreas, la repartición de dádivas sociales, el despliegue de campañas de vacunación y la administración de proyectos de inversión pública.

Los soldados ya no solamente son policías. También son empresarios, gestores sociales, proveedores de servicios y ejecutores logísticos. En suma, López Obrador ha recargado su proyecto político en las fuerzas armadas.

¿Qué más da? Es el pueblo uniformado, ¿no? El ejército mexicano no se parece a las milicias sudamericanas que derrocaron gobiernos civiles y establecieron dictaduras militares, ¿cierto?… ¿cierto?

Ayer, vimos a los soldados en las calles, haciendo las veces de policías. Hoy, los vemos desempeñar cada vez más funciones de gobierno. Mañana, los veremos también ocupando curules en el Congreso, asientos en el gabinete (además de Marina y Defensa) y administrando los principales bienes del Estado. Pasado mañana, quién sabe…

Twitter: @PelonCoste

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