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El gobernador y el policía son los arquetipos vigentes en la historia del narcotráfico en México

Pocos trabajos sobre el tráfico de drogas tienen la solidez documental y variedad de fuentes como el libro de Benjamin T. Smith, La Droga.

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Pocos trabajos sobre el tráfico de drogas tienen la solidez documental y variedad de fuentes como el libro de Benjamin T. Smith, La Droga. La verdadera historia del narcotráfico en México.

La historia del tráfico de drogas en México no podría explicarse desde su origen sin dos arquetipos clave que un siglo después, permanecen vigentes: el gobernador y el policía. Si se tratara de hacer un bosquejo de ese “gobierno en las sombras”, como llamó Carlos Monsiváis al narcotráfico, habría que hablar de ciclos, personajes y sobre todo, del mercado estadounidense y su deriva geopolítica.

En 2022 que recién concluyó dejó una amplia y buena producción bibliográfica sobre el narcotráfico en México. El recorrido va desde la historia de los agentes antinarcóticos estadounidenses en el país, las guerras criminales, y la hegemonía discursiva del narco y la violencia. El acontecimiento editorial más relevante –sin duda— fue la publicación a principios de año en su versión anglosajona de The Dope. The real history of the mexican drug trade, escrito por el historiador británico y profesor de la Universidad de Warwick, Benjamin T. Smith. La traducción castellana (La Droga. La verdadera historia del narcotráfico en México, Debate, 2022) salió en noviembre pasado, y como suele ocurrir con los trabajos de gran calado, pasó de largo para la gran mayoría de medios de comunicación del país.

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El trabajo desarrolla cuatro tesis, las documenta con información inédita, y recoge testimonios que abonan a perfilar casi un siglo del tráfico de drogas en el país. La primera tesis es sobre la fuerza económica que genera el negocio del narco, este impulso motivó el crecimiento de economías fronterizas que desarrollaron ciudades como San Luis Rìo Colorado, Sonora, y está detrás del crecimiento de Tijuana mucho antes de la época de prohibición. Otra detalla la relación entre el tráfico de drogas y las autoridades, las “redes de protección” oficial de la que políticos y militares desde el surgimiento del Estado posrevolucionario se han beneficiado. Estas redes hasta principios de los años setenta estuvieron controladas por gobernadores y policías locales, y a partir del sexenio de Luis Echeverría (1970-1976) la Policía Judicial Federal primero, y después la Dirección Federal de Seguridad (DFS) tomaron el control de esas conexiones.

Una de las revelaciones del libro, de varias que trae, muestra cómo las políticas antidrogas son motor generador de violencia en función de cómo el uso de la fuerza pública se ha usado para “apropiarse” de las redes, y no para “combatirlas”, como pregona el discurso oficial. En su origen ese fue y se mantuvo varios años –hasta su mutación en el año 2001 al inicio de la alternancia política en el país–, el fondo de las guerras del crimen.

“Esos conflictos por apropiarse de las redes de protección fueron esporádicos en los primeros años de la industria. Hubo brotes de violencia en Ciudad Juárez a principios de los años 30, en Sinaloa en los cuarenta y luego otra vez en Sinaloa a finales de los sesenta. (…) En los últimos 40 años, un número creciente de grupos se ha disputado el control de las redes de protección, y ya no solo incluyen a políticos locales, sino también a policías federales, agentes del servicio secreto (DFS) y narcotraficantes. Lo que suele caracterizar como un conflicto derivado por el comercio de la droga suele ser más bien un conflicto por el control de la red de protección”.

EL SECRETO MEJOR GUARDADO

En la galería de primeros traficantes al iniciar el siglo XX destaca Estebán Cantú, gobernador del entonces territorio de Baja California, debido a la manera en como “impuso la primera red extraoficial de protección al narcotráfico en México”. Esta política dejar hacer y mirar a otro lado mientras suene la caja registradora, sería un “modelo” que buscaría acomodarse en otras entidades conforme la demanda estadounidense de goma de opio y heroína se incrementaba. El libro recoge un episodio clave en los años cuarenta ocurrido en Sinaloa, teniendo como trasfondo las luchas armadas del agrarismo en el estado en el epílogo del sexenio de Lázaro Cárdenas. La historía detrás del asesinato del gobernador Rodolfo T. Loaiza, un coronel cercano al ex presidente, se decía que fue por la pugna entre militares cardenistas y alemanistas, detrás del atentado la sospecha recaía en el general Pablo Macías Valenzuela, quien sería su sucesor en la gubernatura. Pero los intereses afectados por el doble rasero que utilizó Loaiza para beneficiarse del creciente tráfico de heroína, con la goma proveniente de los municipios serranos teniendo a Badiraguato como epicentro, y su política de cobrar y golpear por partida doble a los distribuidores, asoma como el fantasma detrás del crimen. El autor material Rodofo Valdés “el Gitano”, sería el primer arquetipo de pistolero al servicio del narco que tiempo después se convertiría en uno de los escoltas de otro gobernador, Lepoldo Sánchez Celis.

Benjamin Smith no se lo propone pero al mencionar a “los Carabineros de Santiago”, un grupo de campesinos y mineros oriundos de Santiago de los Caballeros, Badiraguato, que pelearon con ese nombre en la Revolución mexicana en los estados de Sinaloa y Sonora, aporta la clave donde nace la genealogía de las primeras familias dedicadas al tráfico de drogas.

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Ninguna historia del narco en México se podría contar sin mencionar la importancia de Badiraguato y de sus rancherías como Santiago de los Caballeros. Los carabineros de Santiago estaban comandando por el coronel Eduardo Fernández Lerma, el capitán Martín Elenes, y sobresalían Eliseo Quintero, Fidel Carrillo, Eduardo Payán, Jesús Caro, y dos hijos del jefe el mayor Fermín Fernández Salazar y el capitán Jesús Fernández Salazar.

El capitán Jesús tuvo un hijo al que nombró como su padre, Eduardo Fernández Juárez. Este hombre nació en Santiago de los Caballeros en 1921, desde niño fue enviado a casa de sus tíos en Culiacán a estudiar. El libro recoge la historia de la “botica del Refugio”, una farmacia que se convertiría en el primer laboratorio para procesar goma de opio en la capital sinaloense. Por la relación familiar con la propietaria del lugar, la reconocida química Veneranda Bátiz Paredes, Lalo entró a trabajar siendo adolescente como mandadero, a principios de los años cuarenta lo pusieron a cargo del suministro de las sustancias químicas que la botica necesitaba”, y se convirtió en un viajero frecuente a la frontera de Nogales donde al paso del tiempo y por sus relaciones familiares estableció las primeras redes de comercio de heroína.

La historia de Lalo Fernández Juárez, como el primer gran Padrino del narco en México, podría ser el secreto mejor guardado, pero tendría que compartir escenario con la figura de Fernando Favela Escobosa, un empresario de familia respetable y considerado el hombre clave de las conexiones internacionales del narco sinaloense.

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El libro recoge la historia de ambos y su incidencia hasta la primera mitad de los años setenta en el negocio de la heroína. Desde mediados de los años sesenta con el auge de la mariguana, otros traficantes comenzaron a incidir en la economía regional, en los acuerdos y en la forma en cómo se conducían con las autoridades. Entre ellos sobresale la figura de Pedro Avilés Pérez, el “León de la Sierra”, cuya historia contada desde la perspectiva de la DEA en el libro genera interrogantes sobre la importancia que tuvo en el negocio y la herencia que dejó tras su muerte durante la “Operación Cóndor” en 1978.

De la última parte del trabajo resalta la variedad de fuentes para darle fondo y contexto al episodio que sacudió la relación bilateral entre México y los Estados Unidos en los años ochenta. La muerte del agente de la DEA Enrique Camarena Salazar en febrero de 1985, es explicada desde distintas perspectivas donde la confusión deliberada en la investigación penal, el manoseo de las pruebas y la destrucción de evidencias fueron la tónica.

La participación de la CIA como hipótesis que se ha mencionado desde hace varios años en la muerte de Camarena, es abordada a partir del análisis de varios personajes clave como Lawrence Harrison, citado como activo de la agencia y quien sería la fuente detrás de la versión de que el crimen tuvo su origen en la información que Camarena pudo tener sobre la participación del narco en el intercambio de drogas por armas para la Contra nicaragüense utilizando el territorio nacional.

El móvil detrás del asesinato del legendario periodista Manuel Buendía en 1984, y el silencio posterior del último jefe de la DFS, José Antonio Zorrilla Pérez, son parte de esas historias aún sin explicar.

El episodio que no aparece al final de libro y que ayudaría a entender el cierre del siglo XX e iniciar el actual como lo hace en los apartados de “Las Guerras” y “Drogas y Violencia”, es la fuga en enero del 2001, al iniciar el primer sexenio no priista en el país, de Joaquín “El Chapo” Guzmán. Es un momento fundamental por las implicaciones que tuvo para la descomposición y crisis que vivimos en narcotráfico y la seguridad interior.

Juan Veledíaz / El Sol de México

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