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Política

Los entierros humanos en los bastiones de la Batalla de Puebla

En el edificio de San Javier que sirvió como bastión durante la invasión francesa, se recuperaron osamentras de militares

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Foto: Cuartoscuro

PUEBLA, Puebla. Entre botonaduras, proyectiles y una cruz de metal, arqueólogos mexicanos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) encontraron huellas de la Batalla del 5 de Mayo de 1862 en esta entidad, en el edificio de San Javier, ubicado a un costado del Paseo Bravo, en pleno centro histórico de la capital poblana.

Esta acción militar ocurrida en la segunda mitad del siglo XIX en Puebla llenó de gloria y honor al pueblo mexicano, pero supuso una vergüenza para la tropa más poderosa de esa época: la francesa, que al año siguiente regresó con un ejército fortalecido para sitiar la ciudad.

Entre las evidencias encontradas por los arqueólogos están seis entierros primarios y dos secundarios, con al menos 20 osamentas. Entre ellas destacan los restos mortales de quien podría ser un soldado que falleció de un balazo que le atravesó la cadera destruyéndole los órganos. Inclusive, fue encontrado el proyectil que coincide con el tamaño del agujero que éste dejó en el hueso de la parte izquierda de su cadera.

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La información ofrecida por los especialistas concuerda con los relatos que el oficial Francisco de Paula Troncoso Pancardo relata en el Diario de Operaciones Militares del Sitio de Puebla, que él mismo escribió al ser testigo presencial de los hechos acontecidos durante la Segunda Intervención Francesa, de los que fue sobreviviente.

Troncoso Pacardo se resistía a divulgar su diario, pero fue el presidente de México, Porfirio Díaz, quien patrocinó la publicación del mismo en 1909.

En el libro narra lo que vio y vivió durante la invasión francesa. Relata a detalle el asalto del ejército francés a San Javier. Así desvela cómo murió el teniente que falleció de una herida de bala en el abdomen y de quien, probablemente, es la osamenta encontrada con un agujero provocado por una herida de bala en la cadera que recientemente hallaron en los entierros los especialistas del INAH.

De acuerdo con la costumbre de los enterramientos antiguos traídos de la España Medieval, las personas tenían que ser sepultadas en un lugar bendecido y lo más cercano posible a Dios. Los muertos se enterraban en las iglesias porque son un lugar consagrado, expone el investigador David Ramírez Huitrón, fundador de Puebla Antigua.

En la Angelópolis, los entierros se dieron de una forma similar a los de las catedrales europeas, donde existía un ranking social para enterrar a las personas, refiere el investigador, y explica que “la gente más humilde era enterrada en la parte exterior (en el atrio) y posterior de las iglesias, y casi siempre por debajo de los altares o lo más cercano a ellos, se colocaban los féretros de la gente más selecta, la más pudiente y la más cercana a la autoridad. Incluso había gavetas adosadas a los muros”.

Esta costumbre se volvió nociva por lo que el ayuntamiento prohibió las sepulturas dentro y fuera de los templos. Por ello es normal que cuando se realizan trabajos de restauración en este tipo de edificaciones antiguas se hallen entierros.

Lo que ayuda a establecer la época y el contexto en el que vivió la persona, además de las osamentas encontradas que definirán el sexo, la edad y otras características, son los pedazos o piezas de ropa, accesorios, etcétera, que se conservan y son encontrados con ellas, así como los materiales descubiertos por los especialistas del INAH en los entierros de San Javier.

En el libro Apuntes históricos sobre San Javier y la Penitenciaria, hoy Instituto Cultural Poblano, de Pedro Ángel Palou, el escritor refiere que cuando cerraron la penitenciaria (1984) se encontraron osamentas que correspondían al sitio de Puebla.

“Documentó osamentas que se encontraron en el interior de la iglesia, pero en ese momento se optó por no moverlas y dejarlas como estaban. Se supo que fueron de la intervención francesa por las botonaduras que se encontraron”, refiere el investigador.

El periodista, cronista y escritor Pedro Ángel Palou fue el primer secretario de Cultura de Puebla. Fundó el Instituto Cultural Poblano (en la antigua Penitenciaria de San Javier) y la Casa de la Cultura. Doctor Honoris Causa por la Universidad Iberoamericana, fungió como un eslabón importante para preservar las tradiciones y el patrimonio de la entidad.

El edificio del Colegio de San Francisco Javier de la orden jesuita data de mediados del siglo XVIII y tuvo diversas ocupaciones a lo largo del tiempo: fue colegio y convento, camposanto, cuartel y hospital militar, nosocomio durante las epidemias de cólera, penitenciaria y fortaleza.

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Durante la segunda intervención francesa, el conjunto de San Javier estaba dividido, una parte era el colegio o convento de los jesuitas (hoy Museo del Ejército y Fuerza Aérea Mexicanos) y la otra parte era la penitenciaria, que se había fortificado, con muros y cañones, bajo el nombre de “Fuerte Iturbide”.

“Después de la Batalla del 5 de Mayo, cuando los franceses regresaron a Veracruz a esperar refuerzos para volver a invadir Puebla, Ignacio Zaragoza ordenó inmediatamente que la ciudad fuera fortificada. Entonces, alrededor de la ciudad, se adecuaron siete construcciones como fortalezas para hacer un círculo defensivo, entre ellas San Javier y las iglesias de Ocotlán, Los Remedios, El Carmen y Santa Anita (por su ubicación y por ser construcciones sólidas con muros de un metro de ancho)”, detalla.

En enero de 1863, el ejército francés, reforzado por una tropa de más de 30 mil zuavos y bajo el mando del general Élie-Frédéric Forey, se desplazó de Veracruz hacia el centro del estado de Puebla.

“Llegaron a la ciudad de Puebla a finales de febrero, pero temerosos, no cruzaron el cerro de Loreto y Guadalupe, lo rodearon. Entonces se dividieron en dos sus tropas, como si fueran una tenaza, una dirigida por Douay, que rodeó la ciudad por el norte, y la otra bajo el mando de Bazaine, por el sur. Así se apoderaron al mismo tiempo de la ciudad. En el cerro de San Juan (hoy La Paz) donde Forey ya había establecido el cuartel militar. Desde ahí empezaron a cañonear la ciudad y la primera fortaleza que asaltaron fue San Javier”, señala.

“En el diario de Troncoso Pacardo se lee que al mediodía del 30 de marzo de 1863 los franceses atacaron la penitenciaria de San Javier, que quedó totalmente destruida. Para ello utilizaron alrededor de 60 piezas de artillería (cañones) que habían colocado en las trincheras que estuvieron rascando a lo largo de dos semanas. Pero adentro, en la parte del colegio (o convento), seguían las tropas del Ejército de Oriente”, expone Ramírez Huitrón.

“En la refriega le dieron un balazo en la cara al general de artillería francés Laumiere, quien era muy querido por los zuavos. Esto provocó su enojó y le pidieran al general Douay, que dirigió el ataque en San Javier, que no dieran cuartel, es decir, que no hubiera prisioneros y que a todos los heridos los mataran para vengar así su muerte. Él accedió”, relata.

Los franceses asaltaron por la parte de atrás del edificio (sobre 15 sur y 3 poniente), así lograron que los soldados mexicanos salieran en dirección a la iglesia de Guadalupe que estaba unida a San Javier por sacos de tierra; habían cerrado la calle (Reforma) para evitar que el enemigo avanzara. El ejército había talado el Paseo Bravo (que existía desde 1838), utilizaron la madera para hacer barricadas y también para que los franceses no se atrincheraran ahí.

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El entrevistado dice que alrededor de 500 soldados del Ejército de Oriente se enfrentaron a bayoneta calada con los más de 2 mil zuavos que habían entrado al fuerte por la parte de atrás y los fueron empujando hacia afuera. Así huyeron.

“En el segundo piso del convento de San Javier se había quedado el teniente coronel Octavio Rosado, junto con unos 120 hombres que no abandonaron el edificio y lo estuvieron defendiendo hasta el final. Pero por una claraboya (ventana en forma de ojo) los franceses aventaron una granada que mató a varios de ellos”, expresa.

En el diario de Troncoso Pancardo también se lee que el capitán francés Gilard fue quien tomó la fortaleza. Cuando lo hizo, le dijo a Rosado que se rindiera y le dio su “palabra de caballero” de que los iba a dejar con vida. Pero él no sabía de la orden de Douay de no dejar vivo a nadie.

“Entonces el capitán mexicano le entregó su cartuchera al francés y le enseñó que sólo les quedaba un cartucho, y dijo: ´no nos rendimos por cobardía, sino porque ya no tenemos con qué defendernos´. Gilard lo felicitó, le dijo que habían defendido como verdaderos hombres, y bajaron con Rosado y siete de sus oficiales prisioneros para ser presentados con el general Douay”, refiere.

Al pasar por el patio, un grupo de zuavos que se había escondido tras los escombros abrió fuego sobre oficiales mexicanos y franceses, hiriendo mortalmente al teniente Cristóbal Velázquez, quien a la pregunta de Rosado: “¿dónde le han pegado a usted?”, solo alcanzó a responder: “en la vida” (en el abdomen) y expiró a poco.

“Gilard lloraba porque no había podido cumplir su palabra de respetar sus vidas y ante la vergüenza les dio tiempo para sepultar a sus muertos. Se cree que en ese momento fue cuando enterraron a Velázquez y a otros de sus hombres, incluso a franceses. Según el parte de guerra de Forey, los mexicanos tuvieron más de 120 bajas y de los franceses cayeron 60”, subraya.

Después de la Guerra de Reforma el país quedó endeudado y Benito Juárez declaró que no pagaría la deuda externa. Para asegurar el pago de la misma, Inglaterra, España y Francia enviaron a sus tropas que arribaron a las costas de Veracruz sin encontrar resistencia.

“Tras la promesa de pago (del gobierno de Juárez), ingleses y españoles regresaron a Europa, no así los franceses, que decidieron seguir adelante con la invasión. El pretexto fue la deuda externa, pero lo que realmente quería Napoleón III era apoderarse de Estados Unidos, que acababa de entrar en la guerra de secesión, y México era la vía para alcanzar sus deseos mezquinos”, concluye el investigador.

El Ejército mexicano, al mando del general Ignacio Zaragoza, consiguió una victoria inesperada sobre el ejército francés, dirigido por el conde de Lorencez, quien tras los hechos fue destituido por el emperador.

La gesta heroica del 5 de mayo de 1862 llenó de gloria y honor al pueblo mexicano, pero supuso una vergüenza para la tropa más poderosa de esa época: la francesa, que al año siguiente regresó con un ejército fortalecido para tomar la ciudad durante 62 días, del 16 de marzo al 17 de mayo de 1863, en un ataque que dejó miles de muertos y la ciudad destrozada.

Erika Reyes | El Sol de Puebla

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