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La Ciudad de México vive el dilema de incorporar otras tecnologías al transporte público

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Lejos de las obras de “relumbrón”, la Ciudad de México debe plantearse si vale la pena o no incorporar otras tecnologías en la provisión del transporte público, como el monorriel o los tranvías, o ser una capital intrépida, pero a la vez planeada y valiente frente a una demanda desatendida.

Como quizá a toda la clase media, me arrullaban con algún mantra como el de la niña que nació de noche y paseaba en coche. Mi abuelo materno tenía un Malibú de 8 cilindros. Dos de mis tíos tenían sendos lanchones, Mónaco, que apenas si cabían en la cochera, como en la película de Roma. El día que mi padre, ya divorciado, cambió su vocho por un Mustang, mi madre hizo un tremendo coraje.

Recuerdo alguna ocasión en la que, en el extremo sur de la calle de Rébsamen, mi abuela y yo esperamos un buen rato un autobús “Delfín” que nunca pasó, por lo que caminamos al norte de esa misma calle, para visitar a su hermana. Era una época, a mis 7 años, en que las conversaciones del entorno familiar estaban centradas en la tala de camellones con palmeras para dar paso a los ejes viales.

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En una ocasión me entrampé en una discusión con un tío que negaba la existencia de los ejes “7A Sur” y “2A Sur”. Yo me conocía de memoria el programa de ejes viales de la administración de Carlos Hank González. Ya entonces el transporte me apasionaba. Con mi padre conocí el metro, y sin mi padre lo conocí aún más.

Cuando estaba terminando la primaria, mi padre falleció, digamos que a la misma edad que el suyo. Mi abuelo Roberto nació en 1900 y murió en 1950. El segundo, Roberto Remes, siempre dijo que moriría a los 50 años y cumplió su dicho un mes antes de los 51, que cumplo yo este 9 de octubre. En la adolescencia, esa tragedia marcó mi peregrinar obsesivo por todos los rincones de la ciudad; hoy, en la madurez, me impone la obligación de trazar una visión, inexistente en los planes gubernamentales y políticos.

En la adolescencia me tocó esperar por horas los vehículos de la Ruta 100 y los Troncales del Estado de México. Siempre prefería viajar en los autobuses operados por el Departamento del Distrito Federal, que en los servicios concesionarios, que me parecían caros y malos. En la universidad, en vez de tomar las combis al metro Coyoacán, caminaba un kilómetro por el barrio para esperar mi Ruta 100 al Metro Zapata, el cual pagaba con mi abono de transporte.

En los años 80 y 90 lo que habría hecho toda la diferencia en mis viajes era la frecuencia de paso. Hoy sigo pensando que es un factor clave para cambiar la percepción del transporte público de la ciudad. Los vehículos incómodos pasan más seguidos que los más cómodos. No tendrían que existir los unos, ni las esperas interminables.

Finalmente, terminé utilizando, con cierta regularidad, los microbuses, tanto para terminar la carrera como para el posgrado en políticas públicas, que concluí con una tesis enfocada al transporte público. También acabé comprando un auto. Primero un compacto japonés, que cambié por otro mejor equipado, luego llegaron las camionetas a mi vida, con ellas la dependencia del coche, la velocidad y la conducción agresiva, hasta que, con amenazas, me bajaron de uno, un 17 de agosto, Día Internacional del Peatón.

En lo que cobraba el seguro, volví al transporte público. Comprobé qué odio manejar. Vivía lejos del trabajo, pero la llevaba bastante bien en una combinación de Metro y autobús de la Red de Transporte de Pasajeros. Solo que cuando uno viaja apretujado hay una única quimera en la mente y en el cuerpo, apearse y volver a ser libre. En esos mismos años llegó la bicicleta pública a la Ciudad de México; en más de una ocasión he salido del transporte público en cuanto arribo a una zona cubierta por Ecobici.

Tengo ya 40 años de utilizar el metro y los autobuses. La ciudad ha cambiado mucho. Los vehículos colectivos, informales, eran sedanes, luego vagonetas, luego microbuses. En algunas rutas hubo autobuses de Ruta 100 y luego de RTP; en otras, trolebuses. Unas con mejor frecuencia que otras. Desde hace 17 años contamos también con Metrobús, además del Metro, que representa el más grande de América Latina, aunque la cuarta parte de la red sirve lo que la carabina de Ambrosio.

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De 1997, en que iniciaron los gobiernos democráticos en la capital del país, a la fecha, el metro no ha crecido, salvo por la infortunada línea 12, de cuya historia no quiero acordarme. En estos 25 años, se han añadido por lo menos tres nuevos servicios: los autobuses de tránsito rápido, o BRT: Mexibús para el Estado de México, Metrobús para la Ciudad de México; el tren suburbano, una red ágil para habitantes del noroeste de la periferia; y los teleféricos, Mexicable y Cablebús. En unos días, Iztapalapa estrenará su trolebús elevado, que es un metrobús eléctrico que va en un viaducto.

En estos años se ha hablado poco de actualizar los planes de expansión de la red del metro. El último documento formal data de 1996. Tampoco hay un programa maestro de metrobús, mexibús, cablebús, mexicable, ni de los sistemas masivos y semimasivos en conjunto. De 1997 a la fecha, se han improvisado las inversiones, proyecto por proyecto, de Metrobús y Mexibús, más la línea 12 del metro, el trolebús elevado y los teleféricos de ambas entidades.

Si algo urge en esta ciudad son los planes, en múltiples materias, pero una de ellas el transporte público. Necesitamos que el metro crezca a un ritmo constante y que no quite los recursos para otras obras, sino que encuentre nuevas formas de financiamiento. Que el Metrobús y Mexibús amplíen la cobertura, también a un ritmo constante y en corredores distintos a los que se prevén para el metro. Que los teleféricos lleven una estrategia de plena cobertura de las zonas de difícil acceso, pero que no compitan con servicios mucho más económicos susceptibles de mejorar, en las zonas planas, como ha sucedido hasta ahora.

La Ciudad de México debe plantearse si vale la pena o no incorporar otras tecnologías en la provisión del servicio, como en Monterrey, que acaban de optar por el monorriel; o los tranvías, que vivieron su época de oro hace 100 años y que con la modernidad serían una buena alternativa para los corredores que aún no cuentan con transporte masivo o donde su demanda esté insuficientemente atendida.

Sin planes, es difícil estimar cuántos kilómetros de trenes hacen falta y con qué tecnología, por ello urge mirar por el futuro, determinar qué servicios suburbanos habrá y cuándo serán construidos, hacia dónde ampliar las líneas existentes y cómo construir las que faltan, cuántas líneas más de Metrobús serán necesarias y qué teleféricos, pero a su vez, qué estándar de servicio vamos a tener en el transporte ordinario concesionado, donde ni siquiera tenemos una ruta modelo, y cómo vamos a ligar todo esto a la provisión de vivienda.

Requerimos mejorar las condiciones peatonales y el respeto a las áreas de los caminantes y de las personas con discapacidad, en una amplia red de espacios recuperados, que garantice el mantenimiento de los que ya fueron mejorados en los últimos años, dando lugar a una conectividad peatonal agradable, de extremo a extremo de la urbe.

Todas estas ideas abstractas requieren un mecanismo institucional para, primero, planearse en términos de transporte, luego en el marco del desarrollo urbano, después ingenieril y financieramente, lo cual exige capacidad técnica de la que la ciudad carece.

El Instituto de Planeación Democrática y Prospectiva cuenta con atribuciones muy acotadas, hace falta una agencia de planeación del transporte y el espacio público, que a su vez pueda estar ligada a otras políticas, como la innovación y la generación y uso de datos, que denomino con el acrónimo “iNTRÉPIDA”: Instituto del Transporte, el Espacio Público, la Innovación y la Data.

Las historias de cómo se mueve la gente se repetirán si no hay una transformación profunda del transporte y el espacio público de la Ciudad de México por medio de procesos institucionales de planeación y ejecución.

Esos viejos autos “traga – gasolina” de los años 70, que describí al inicio de este artículo, han sido reemplazados por compactos que ahora se deben desplazar el triple de kilómetros en condiciones de congestión, lo que no cambia la ecuación ambiental; esa espera de un autobús en una calle secundaria, acompañado de mi abuela, hace varios lustros para un traslado corto, ahora puede ocurrir a decenas de kilómetros de los centros de trabajo, prometiendo traslados de más de 2 horas por viaje para los habitantes suburbanos.

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La ciudad debe ser intrépida en su planeación, ya no podemos seguir improvisando para los reflectores, como ha sucedido en varias ocasiones.

Tampoco podemos seguir dejando que la movilidad dependa de obras de relumbrón que ignoran las críticas técnicas, como ha ocurrido en múltiples ocasiones. Una ciudad intrépida es una ciudad inteligente, pero a la vez planeada y valiente frente al capricho político de gobernar desde la genialidad.

Roberto Remes / El Sol de México

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