La Opinión
López Obrador y la erosión institucional
La burocracia dorada, los tecnócratas neoliberales y los fifís resienten los efectos de la erosión institucional de Andrés Manuel López Obrador
Uno de los rasgos principales del gobierno de Andrés Manuel López Obrador es la erosión institucional.
Ya sea por la vía de los recortes presupuestarios, por medio del nombramiento de personajes con nulos conocimientos técnicos o mediante la desaparición de oficinas de gobierno, López Obrador está deteriorando el andamiaje institucional que se había construido en México durante las últimas tres décadas, en el “período neoliberal”.
Esas instituciones estaban lejos de ser perfectas. Tenían muchos defectos. Albergaban a varios funcionarios corruptos. Muchas de ellas eran opacas. Algunas presentaban problemas de duplicidad de funciones, de coordinación o de eficiencia. Otras más pecaban de sobrerregulación o de un rigorismo técnico-legal que mermaba su operación.
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Todo eso es cierto. Sin embargo, funcionaban. Eran perfectibles y tenían enormes áreas de oportunidad, pero cumplían —algunas mejor que otras— tres propósitos claros:
1) Profesionalizar la administración pública
2) Desempeñar una función de contrapeso y monitoreo al otrora todopoderoso y arbitrario actuar presidencial
3) Garantizar distintos tipos de derechos a los individuos (derechos político- electorales, el INE; derechos económicos, la Profeco; así sucesivamente)
Los defectos de estas instituciones eran más evidentes para muchos mexicanos que sus virtudes: “son muy costosas”, “están burocratizadas al extremo”, “los funcionarios que las encabezan viven como reyes”, “¿para qué hay dos instituciones que hacen casi lo mismo?”.
Ésas y otras críticas eran comunes. López Obrador lleva décadas compartiendo esas percepciones. Las incorporó a su discurso desde hace tiempo. En 2018, las usó como bandera en su campaña electoral. Ya en el poder, ha actuado en consecuencia.
Su gobierno se ha dedicado a desmantelar instituciones de manera indiscriminada. Las corta de tajo: con machete y no con bisturí. No se trata de corregir sus defectos y potenciar sus virtudes.
Tampoco se trata de hacerlas más eficientes y acercarlas a la gente. Se trata de destruirlas, de acabar con ellas por representar al corrupto régimen neoliberal.
López Obrador no se preocupa por los efectos que esto tendrá en la administración pública, ni por quién desempeñará las funciones que dejan sueltas las instituciones desaparecidas. Mucho menos por cómo operarán las instituciones que permanecen con un presupuesto tan reducido.
En la práctica, esto ha tenido efectos devastadores: niños con cáncer que no reciben sus medicamentos, mujeres víctimas de violencia que se quedan sin refugio, jóvenes estudiantes que se quedan sin beca y un largo etcétera.
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También hay consecuencias administrativas y económicas graves: subejercicio de recursos, compras directas que no pasan por licitaciones, renuncias de funcionarios capaces, concentración de poder en unas cuantas personas, pérdida de presencia internacional de México y, sobre todo, caída en la inversión pública y privada, y declive de la economía.
Es decir, no sólo la burocracia dorada, los tecnócratas neoliberales y los fifís resienten los efectos de la erosión institucional. Los mexicanos de carne y hueso los sufren especialmente, algunos de manera tangible (como quienes no reciben sus medicamentos) y otros de manera indirecta (la caída económica afecta a todos de alguna u otra forma).
Una de las manifestaciones más claras y palpables de esta erosión institucional es la reciente toma de las instalaciones de la CNDH por parte de colectivos como Crianza Feminista, Movimiento Estudiantil Feminista o Aquelarre Violeta.
Por supuesto que la toma de la Comisión responde, sobre todo, a factores estructurales que estaban presentes mucho antes de la llegada de López Obrador al poder, como la cultura patriarcal, la violencia machista, la misoginia rampante y la impunidad.
Sin embargo, el detonador directo de la protesta fue la erosión institucional: una CEAV totalmente inoperante a causa de los recortes presupuestarios desmedidos y una CNDH incapaz por la misma causa y, sobre todo, por el inepto liderazgo de Rosario Piedra Ibarra.
López Obrador suele decir que su gobierno va a causar “una revolución de las conciencias”, que la realidad política de México “ya cambió” y que “el pueblo de México es uno de los más alfabetizados políticamente de todo el mundo”.
Quizá esas declaraciones tengan algo de razón y quizá sus predicciones se cumplan, pero de una manera distinta a la que él espera. Quizá los mexicanos aprendamos, a la mala, lo valiosas que son las instituciones profesionales, que dirigen funcionarios capaces y que se rigen por criterios técnicos.
El problema es que, cuando esto ocurra, será demasiado tarde para revertir esta tendencia de erosión. El andamiaje institucional tardó treinta años en construirse. Ha tomado menos de tres años destruir buena parte de él. Ése es el legado del gobierno obradorista.
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