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La Opinión

Prensa chayotera

El presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador usa la palabra chayotero para desafiar a la prensa en México

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En el último año, desde que Andrés Manuel López Obrador llegó a la presidencia ha revivido el término “chayotero”, que se usa para denominar a los periodistas financiados por el gobierno o por algún otro actor político que contrata sus servicios para obtener una cobertura favorable en los medios o para que éstos se encarguen de desprestigiar a sus adversarios.

No es ningún secreto que en la prensa se mueven intereses políticos. Igualmente, sería absurdo negar que los periodistas y los columnistas, como cualquier otro ciudadano, tiene preferencias políticas. Asimismo, las emisoras de radio, las televisoras, los diarios y las revistas son empresas que, además de informar, buscan generar ganancias y aumentar sus ventas.

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Por esas y otras razones, es inocente seguir proponiendo que la prensa puede ser totalmente objetiva. Sin duda, puede y debe ser profesional, veraz, fidedigna y plural, pero es imposible que sea neutral.

En México y en cualquier otro país del mundo (salvo en los regímenes  más autoritarios), es normal que algunos medios y algunos periodistas defiendan posiciones cercanas al gobierno, mientras que otros asuman posturas críticas ante él.

Basta con pensar en el caso de Estados Unidos, país que se suele poner como ejemplo de libertad de expresión: cadenas como Fox News son abiertamente republicanas y canales como CNN son de tendencia demócrata.

Volviendo al caso de México, es evidente que nuestro país está muy lejos de ser un paraíso para la libertad de expresión. Las escandalosas cifras de periodistas asesinados son un doloroso recordatorio de ello. 

Además, es sumamente probable que sigan existiendo los periodistas mercenarios que reciben dinero a cambio de hablar bien de tal o cual político.

Sin embargo, es preocupante que, cada vez que un periodista o un analista critica al presidente o al actual gobierno, sus simpatizantes lo acusen de “chayotero”. Es igualmente grave que lo mismo ocurra en sentido inverso.

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El fin de semana pasado, esta tendencia quedó ejemplificada cabalmente. Integrantes de la marcha opositora al gobierno increparon a Hernán Gómez por ser un defensor a ultranza de AMLO y por criticar sistemáticamente a la oposición, al tiempo que los seguidores del presidente López Obrador abuchearon a Irving Pineda por ser un férreo crítico del gobierno. En ambos casos, la agresión escaló hasta los empujones y los insultos.

De la misma manera, si uno visita las cuentas de Twitter de periodistas famosos, se puede dar cuenta de lo asombrosamente frecuente que es que los usuarios los acusen de chayoteros. A veces, estas acusaciones se convierten en insultos, que llegan a adquirir tintes clasistas (como cuando han llamado “naco” o “indio” a Gibrán Ramírez) o violentos (como cuando profirieron la siguiente amenaza contra Héctor de Mauleón: “Ojalá te caigas a un abismo pendejo [sic]”).

Ahora bien, lo grave del asunto no es que se dude sobre el profesionalismo y la independencia de los periodistas, pues eso ha ocurrido siempre y, como figuras públicas, los comunicadores se someten constantemente al escarnio público. Incluso, es sano para la vida democrática que se cuestionen y se contrasten los diferentes puntos de vista expuestos en los medios.

Más allá de la virulencia de los insultos, lo verdaderamente preocupante radica en dos características de las críticas que están recibiendo los periodistas:

1) Que, tras el mínimo esbozo de cualquier opinión política, los llamen chayoteros, le resta seriedad, profundidad y sustancia a la deliberación pública. No puede haber un debate enriquecedor ni un sano intercambio de ideas si, al escuchar o leer una opinión contraria a la propia,  las personas llaman “vendido” o “chayotero” a quien la emite.

2) Que el presidente sea quien haya revivido y difundido este término y que lo utilice diariamente para referirse a la prensa crítica limita la libertad de expresión, azuza la polarización y fomenta la autocensura.

Por Jacques Coste Cacho

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