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La Opinión

El presidente de México es un predicador

Andrés Manuel López Obrador, presidente de México se mostró como un predicador con el Decálogo para salir del coronavirus y enfrentar la nueva realidad

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Jacques Coste
Al presidente le importan más los símbolos y las palabras que los planes y las acciones por México.

Se habrán dado cuenta que en muchas de mis columnas me refiero a Andrés Manuel López Obrador como el “presidente predicador”. He recibido críticas en redes sociales por ello. Algunos lectores han considerado que es una manera despectiva de referirse al primer mandatario del país y otros más piensan que se trata de un insulto a la figura presidencial.

El Decálogo para salir del coronavirus y enfrentar la nueva realidad que López Obrador presentó el fin de semana confirma que, antes de ser un gobernante o un estadista, AMLO es un predicador.

Como a buen predicador, al presidente le importan más los símbolos y las palabras que los planes y las acciones. El predicador no resuelve problemas, pero habla de ellos: los señala y los maldice, con eso basta.

El predicador no se mantiene actualizado ni busca refrescar sus ideas; tiene una imagen clara, inalterable, del mundo y todo cabe dentro de esa concepción. El predicador no ve los matices; todo es blanco o negro, bueno o malo, verdadero o falso, amigo o enemigo.

El predicador no tiene un ideario amplio ni hace reflexiones profundas. Tiene unas cuantas ideas y las defiende hasta las últimas consecuencias. Analiza las situaciones mediante ese estrecho lente ideológico y todo acaba en una exaltación a lo que él considera virtud o una condena a lo que él considera maldad dentro de esa situación específica.

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Para moralizar a sus seguidores, el predicador recurre a fórmulas simples y a expresiones pegajosas y fáciles memorizar. No comparte los cómos ni los porqués de sus principios morales, pero logra dejar una frase plasmada en la memoria de sus seguidores: “no matarás”, “no robarás”, “honrarás a tu padre y a tu madre”…. “no mentir, no robar y no traicionar al pueblo”.

Para el predicador, las soluciones de los problemas complejos son fáciles: con símbolos y ejemplos se resuelven. Para combatir la inequidad de género, basta con plasmar la cara de Leona Vicario en los documentos oficiales del gobierno federal y con declararla como figura del año 2020. Para acabar con la corrupción, basta con que el presidente deje de ser corrupto, porque, claro, “las escaleras se barren de arriba para abajo”.

Como el predicador defiende principios inalterables, quien no coincide con sus ideas es un enemigo o un traidor. Así como las religiones requieren total acatamiento de sus preceptos, el presidente López Obrador exige total sometimiento a su proyecto político.

Un católico no tiene la libertad de elegir ocho de los diez mandamientos para desechar los otros dos, tampoco puede escoger creer en Dios-padre, en Jesucristo y no creer en el Espíritu Santo. El lopezobradorismo también es un paquete completo: o todo o nada. No puedes apoyar el Tren Maya y estar en contra de la refinería de Dos Bocas, porque todo forma parte de la Cuarta Transformación.

El predicador no acepta de buena gana que alguien cuestione su doctrina. Quienes la critican son herejes. Al predicador, gran admirador del simbolismo, le agrada representar a sus enemigos como criaturas dañinas. Una serpiente convenció a Adán y Eva de comer el fruto prohibido; una boa quiere desestabilizar el gobierno del presidente López Obrador.

El pensamiento del predicador no se adapta a un mundo en constante cambio, sino que el mundo debe ajustarse al pensamiento del predicador. Por eso, una idea que quizá era válida en 1970 (como el monopolio estatal del sector energético) sigue vigente en 2020. Por eso, los mexicanos debemos dejar de comer animales “engordados con hormonas” y mejor hay que ingerir carne de “animales de pastoreo”: el mexicano contemporáneo debe criar animales en su patio, como lo hacía el mexicano del siglo XIX.

En toda crisis, el predicador ve una oportunidad de redención. Aprovechemos la crisis económica que viene para dejar de ser materialistas y cultivemos “un sueño, una utopía” para ser verdaderamente felices.

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Al presidente predicador no le gusta gobernar. Le desagrada estar sentado en un escritorio tomando decisiones y planeando políticas públicas. Aborrece las oficinas y las mesas de juntas. Lo que le gustan son los sermones, los discursos, las peroratas, el púlpito, el ruido de la plaza pública, el calor de la gente.  Eso sí que le fascina.

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