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Seguridad

En votos, drogas y violencia se explica la lógica política de las guerras criminales en México

Uno de los sucesos más sorprendentes de la transición mexicana a la democracia fue el estallido de guerras criminales y violencia criminal a gran escala

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Explicar las razones por las que se desatan guerras entre grupos del crimen organizado (GCO) cuando un país transita a la democracia y que las instituciones democráticas terminen íntimamente ligadas con la violencia criminal se entiende en Votos, drogas y violencia, de Guillermo Trejo y Sandra Ley.

Introducción

El problema

Uno de los sucesos más sorprendentes de la transición mexicana a la democracia fue el estallido de guerras criminales y violencia criminal a gran escala tras el fin de siete décadas de gobierno de partido único Bajo el régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI), varios cárteles de drogas coexistieron en paz relativa y llevaron a cabo sus actividades criminales sin conflictos entre sí y sin ninguna confrontación seria con el Estado pero cuando el país transitó a un régimen de competencia multipartidista y los partidos de oposición lograron victorias sin precedentes en municipios y estados durante los años noventa, y ganaron más tarde la presidencia en 2000, los cárteles iniciaron cruentas disputas por las lucrativas rutas de trasiego de droga. Como observó en su momento el periodista Jesús Blancornelas, el primer conflicto bélico entre cárteles se desató en Tijuana, Baja California, donde, en la elección histórica de 1989, el PRI había perdido el control de un Estado por primera vez en el siglo XX. Tras ese enfrentamiento estallaron más guerras entre cárteles en otros Estados del centro y norte del país, donde los candidatos de izquierda y de derecha empezaban a derrocar al PRI. En los años noventa, el saldo de muertes en combate alcanzó un pico anual de 350; en 2005, el total de muertos superó el umbral de 1 000 homicidios, cifra que se usa comúnmente para clasificar un conflicto como guerra civil.

La consolidación de elecciones multipartidistas como único mecanismo para elegir y deponer gobernantes y para asignar el poder pacíficamente no trajo la estabilidad a México, sino que contribuyó a un aumento drástico en la violencia criminal. En 2006, a seis años del inicio de la democracia, el presidente entrante, Felipe calderón, del derechista Partido Acción Nacional (PAN) —el partido que derrotó al PRI en 2000— declaró la guerra a los cárteles y desplegó al ejército en las regiones más conflictivas de México. La guerra contra las drogas y el brote de conflictos entre el Estado y los cárteles intensificó las disputas entre grupos criminales, y la narcoviolencia creció entre cinco y seis veces durante ese sexenio. Según el conteo oficial del gobierno de Enrique Peña Nieto, entre 2006 y 2012, 70 000 mexicanos fueron asesinados en conflictos entre cárteles y entre cárteles y el Estado. Es un total de muertes cuatro veces más alto que la mediana de todas las guerras civiles de la segunda mitad del siglo XX *.

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Durante seis años de guerras entre cárteles y entre el Estado y los cárteles, el inframundo criminal mexicano sufrió transformaciones drásticas. Los cárteles se fragmentaron y pasó de haber cinco a 62 grupos del crimen organizado (GCO), mientras que las pandillas callejeras que trabajaban para ellos pasaron de ser docenas a cientos. Estos grupos expandieron rápidamente su rango de actividades ilícitas más allá del narcotráfico para entrar en nuevos mercados criminales, incluyendo la extracción ilegal de riqueza humana (por ejemplo, extorsión y secuestro) y de riqueza de recursos naturales (por ejemplo, saqueo ilícito de minas, bosques y refinerías de gas y petróleo) como resultado de estos nuevos emprendimientos, los GCO ampliaron el perfil de las víctimas de sus ataques, que se limitaban a cárteles rivales e instituciones del Estado, para incluir a población civil ajena al conflicto pero una de las transformaciones más sorprendentes sucedió cuando los capos y sus socios criminales empezaron a asesinar sistemáticamente a presidentes municipales y candidatos electorales, en un intento por influir en los resultados de las elecciones subnacionales y tomar el control de facto de los gobiernos municipales, su población y su territorio. En 2012, más de dos décadas después del inicio de los conflictos entre cárteles y seis años después de que el gobierno federal declarara la guerra contra las drogas, un tercio de la población mexicana vivía en municipios en los que los funcionarios del gobierno y los candidatos electorales habían sido víctimas de ataques criminales letales y en los que los GCO pugnaban por establecer regímenes subnacionales de gobernanza criminal.

¿Por qué entraron en guerra los cárteles cuando el país transitó de un gobierno de partido único a una democracia multipartidista? ¿Por qué se volvieron más intensas las guerras conforme los 31 estados y más de 2 400 municipios mexicanos se volvían más competitivos, la alternancia partidista se generalizaba y el poder en la federación estaba cada vez más descentralizado y fragmentado? ¿Por qué los cárteles y sus socios criminales lanzaron ataques letales contra funcionarios del gobierno locales y candidatos durante ciclos electorales y por qué intentaron convertirse en gobernantes de facto de los municipios mexicanos y su población y territorio?

No cabe duda de que ni el surgimiento de guerras criminales durante la transición de un régimen autoritario a una democracia electoral ni la relación íntima entre cambio político y violencia criminal a gran escala son fenómenos específicos de México. En Sudamérica, Brasil sufrió un estallido de violencia criminal tras la democratización en 1985, y la violencia entre pandillas se ha intensificado durante décadas conforme han aumentado la competencia electoral, la pluralidad política y la descentralización política. Las pandillas de narcotraficantes han desarrollado regímenes de gobernanza criminal en amplias franjas de favelas empobrecidas de Río de Janeiro y otros centros metropolitanos importantes. En Centroamérica, tras el establecimiento de elecciones multipartidistas competitivas en los años ochenta y poco después de los acuerdos de paz que terminaron con décadas de guerras civiles en los años noventa, Guatemala y El Salvador sufrieron un aumento drástico en la narcoviolencia. Las pandillas salvadoreñas también han establecido un control estrecho sobre los barrios locales y su población en los centros urbanos más grandes del país.

Explicar por qué se desatan guerras entre GCO cuando un país transita a la democracia, por qué las instituciones democráticas terminan íntimamente entrelazadas con la violencia criminal y por qué a los capos del crimen organizado les nace el interés de convertirse en gobernantes subnacionales de facto representa un desafío importante para las teorías dominantes sobre crimen y violencia en las ciencias sociales en disciplinas como la sociología del crimen, la economía del crimen y los estudios de la mafia, los estudiosos del crimen organizado y la violencia criminal han ignorado la política como motor posible de la paz y violencia criminales, o sólo la han considerado de manera superficial.

A partir de los estudios clásicos de Durkheim sobre la alienación social y el control social, los sociólogos han argumentado que en comunidades urbanas marginadas en las que prevalecen los hogares monoparentales existen las condiciones estructurales para que los jóvenes se unan a pandillas criminales y cometan actos de violencia criminal. Algunas explicaciones más dinámicas hacen énfasis en la dislocación social que causan los periodos importantes de urbanización y la migración de zonas rurales a urbanas tanto los enfoques estáticos como los dinámicos subrayan la importancia de un tejido social corroído, de la erosión del capital social y de la falta de movilidad social como motores de la violencia criminal. En otros estudios, el foco analítico se ha puesto en las policías, y la investigación académica se ha concentrado sobre todo en la estrategia policial —ya sea en estrategias coercitivas de encarcelamiento o en estrategias de desarrollo de la legitimidad de la policía y su cooperación con la comunidad— y en cómo los distintos tipos de interacción de la policía con la comunidad y el uso de violencia extrajudicial están mediados por clase, raza y etnia. Tanto en los estudios enfocados en estructuras comunitarias como en los que se privilegia el análisis de las policías, la sociología del crimen ha omitido el estudio de factores político-electorales se presupone que los grupos criminales son organizaciones apolíticas y que la esfera policial es ajena a la política electoral.

Aunque los estudios de la sociología del crimen puedan resultar particularmente útiles para explicar por qué ciertas comunidades mexicanas son más proclives a sufrir una mayor violencia criminal que otras, son de poca utilidad analítica para dar cuenta de los lazos íntimos entre la política electoral, las narcoguerras y la violencia criminal a gran escala que se desarrollaron cuando México transitó de un régimen autoritario a una democracia multipartidista.

Al menos desde el trabajo fundacional de la economía del crimen de Becker , los economistas han intentado explicar el comportamiento y la violencia criminales en términos de los incentivos que motivan a la gente a involucrarse en actividades criminales (factores de arrastre) y las acciones estatales que la disuaden de hacerlo (factores de empuje) siguiendo la propuesta de Becker de que los individuos cometen crímenes cuando tienen un costo de oportunidad bajo y tienen poco que perder, los economistas sugieren que la pobreza, la falta de oportunidades en el mercado laboral, una educación deficiente y altos índices de abandono escolar empujan a los jóvenes a cometer crímenes violentos. Otros académicos han indagado el papel de la capacidad estatal y la actividad policial efectiva como disuasores de la conducta y la violencia criminales. En consonancia con los supuestos establecidos en la sociología del crimen, los economistas dan por sentado que el crimen organizado es una actividad económica ilícita y privada y que los GCO son ante todo actores apolíticos a partir de los estudios sobre los grupos de interés, algunos académicos se han alejado de aquellos supuestos iniciales y han modelado a los cárteles de drogas como grupos de interés peculiares, en los que los capos usan sobornos y coerción para sesgar la política pública a su favor.

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Los factores de arrastre y empuje enfatizados por la economía del crimen pueden ayudar a explicar la predisposición individual al crimen, pero no ofrecen una interpretación directa de las posibles bases políticas de las guerras criminales en México. No obstante, el énfasis de Becker en la capacidad policial del Estado puede brindarnos un puente hacia la política como han conjeturado los estudiosos de las guerras civiles, los estados en regímenes en transición tienden a tener poca capacidad policial y de gobernanza, pero este hallazgo ha llevado a una discusión técnica más que política. Aunque las elecciones sean el mecanismo clave del cambio político en las transiciones del autoritarismo a la democracia multipartidista, la mayoría de los estudios presuponen que la capacidad estatal es un problema financiero o técnico, más que una cuestión política en la que los incentivos electorales podrían influir en el desarrollo de la presencia estatal y en sus capacidades en áreas como la seguridad y la aplicación de la ley.

Desde la publicación de la revolucionaria interpretación de la mafia siciliana de Gambetta, los sociólogos analíticos y los economistas políticos han tenido avances teóricos cruciales para poder explicar el surgimiento de las mafias, la lógica de su conducta estratégica y las condiciones en las que se vuelven violentas. Al enfocarse en periodos de transformaciones estructurales importantes, en los que el Estado está relativamente ausente, los estudiosos de las mafias sugieren que éstas surgen como GCO que intentan brindarles protección a los actores del inframundo del crimen. Así sucedió en Italia durante la transición del feudalismo al capitalismo y tras la reunificación del país, y en Rusia tras el colapso del comunismo. Para operar con éxito, los mafiosos necesitan desarrollar una ventaja comparativa en el manejo de información y en el uso de la violencia. Por eso, los miembros de regímenes autoritarios —por ejemplo, los guardias feudales en la Italia decimonónica o los exagentes de la KGB en la Rusia de finales del siglo XX— han tenido un papel importante en el desarrollo de la mafia como argumenta Gambetta, las mafias operan dentro de los confines de las ciudades o de regiones pequeñas, porque la recolección de información y la capacidad de hacer cumplir acuerdos no se pueden ejercer eficazmente afuera de su lugar de residencia. En esos espacios geográficos limitados, los capos pueden aspirar a tener el monopolio de la fuerza en el inframundo del crimen y promover un entorno en el que las operaciones cotidianas de los mercados ilícitos se mantengan fuera de los reflectores y donde las autoridades estatales se mantengan a raya, ya sea por la secrecía propia del inframundo criminal o mediante sobornos. Una afirmación común sobre la mafia es que sus integrantes sólo entran en guerra cuando alguien desafía su control monopólico. La competencia sería entonces el principal motor de la violencia en el inframundo del crimen.

Aunque los estudios de la mafia establecieron las bases teóricas de nuestra comprensión del inframundo del crimen y han explorado los vínculos entre el cambio macropolítico y la violencia criminal, aún persisten tres problemas que limitan su utilidad para explicar el estallido de guerras criminales y de la violencia criminal a gran escala en México y otras democracias nuevas. En primer lugar, en contra de la expectativa de que los GCO operarían en el lugar de residencia de sus capos, los cárteles mexicanos se han expandido mucho más allá de sus ciudades y estados natales para adentrarse en otras partes de México y del extranjero. Se trata de organizaciones criminales a gran escala, con sedes múltiples, trasregionales y, en algunos casos, trasnacionales. En segundo lugar, en vez de confiar en la secrecía del soborno o en la violencia selectiva para resolver conflictos sin atraer innecesariamente la atención de las autoridades estatales, los cárteles de drogas y sus ejércitos privados han perpetrado la violencia con una intensidad, letalidad y crueldad comparables con las de una guerra civil. La violencia criminal a gran escala tal y como la viven países como México, Brasil, Guatemala o El Salvador es una anomalía para los estudios de la mafia. Finalmente, si bien los estudios de la mafia suponen que los mafiosos pugnan por mantener el inframundo criminal bajo máxima secrecía y que los GCO restringen sus actividades a la esfera criminal, la decisión de los cárteles mexicanos de asesinar sistemáticamente a funcionarios de gobiernos locales y a candidatos electorales para desarrollar regímenes subnacionales de gobernanza criminal pone en tela de juicio estos presupuestos teóricos.

Aunque el estudio del crimen organizado y la violencia criminal a gran escala ha estado notablemente ausente de la ciencia política, en años recientes algunos académicos latinoamericanos han estado a la vanguardia del desarrollo de una nueva comprensión de las bases políticas del crimen y la violencia. Desde el trabajo pionero de Arias, los estudiosos cada vez reconocen más que las distintas formas de interacción entre GCO y agentes estatales son factores cruciales para definir la paz y la violencia en el inframundo del crimen. En este enfoque, el Estado ya no se considera una organización homogeneizadora que intenta monopolizar la violencia, y las pandillas criminales, los cárteles de drogas y las milicias armadas privadas se conciben como organizaciones ilícitas que compiten de cierta forma para construir órdenes sociales propios en ciudades, pueblos y barrios. Cuando los capos desarrollan acuerdos de colusión con agentes estatales y aprenden a coexistir con ellos, cunde la paz en el inframundo del crimen, pero cuando los GCO compiten entre sí por territorio o por la protección del Estado —o cuando compiten contra él—, la guerra y la violencia a gran escala se convierten en la forma de interacción dominante.

Esta nueva comprensión de los GCO como actores políticos que compiten por el orden y por el control territorial subnacional nos brinda los fundamentos políticos para empezar a pensar en los posibles vínculos entre el cambio político y la paz y la violencia en el inframundo del crimen. Sin embargo, una limitación teórica importante es que en este enfoque estadocéntrico no se reconocen los regímenes políticos ni las elecciones como mecanismos de distribución del poder estatal que podrían afectar el tipo de interacción entre los agentes del Estado y las organizaciones criminales. Para desentrañar la relación entre el cambio político y la violencia del crimen organizado, necesitamos un enfoque político que reconozca la importancia analítica del Estado, de los regímenes políticos y de las elecciones en una nueva explicación de la ontología del crimen organizado y de las condiciones que propician la guerra y la paz en el inframundo del crimen.

*Sambanis estima que la mediana del total de muertos en guerras civiles fue de 17 000 homicidios Ver nicholas sambanis, “What is civil War? conceptual and empirical complexities of an operational definition”, Journal of Conflict Resolution 48 (2004), pp 814-858.

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