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La Opinión

En defensa de la ideología

Pablo Gómez, jefe de la Unidad de Inteligencia Financiera, es un hombre que profesa una férrea lealtad al presidente López Obrador

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Jacques Coste

Me llama la atención un adjetivo que diversos analistas han empleado para expresar su preocupación por el nombramiento de Pablo Gómez al frente de la UIF. Arguyen que se trata de un perfil “ideologizado” y eso, en automático, lo descalifica para el cargo.

En mi opinión, lo preocupante de la llegada de Gómez a la UIF es, más bien, que se trata de un hombre que profesa una férrea lealtad al presidente López Obrador, lo cual sugiere que su primer criterio al emprender investigaciones financieras será la opinión presidencial. También considero que no es un perfil apto para el cargo, pues, pese a su larga trayectoria legislativa, no cuenta con experiencia en temas financieros ni de investigación. 

No obstante, me desconcierta el uso del adjetivo “ideologizado”, en tono de descalificación, por diversos motivos. En primer lugar, sostener que un funcionario está “ideologizado” es, o bien un lugar común, o bien una hipocresía, puesto que todas las personas politizadas tenemos un bagaje ideológico.

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En su acepción más básica, la ideología es el conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona. Bajo esta definición, ¿quién puede carecer de ideología?

Es cierto: podemos defender una ideología de forma más o menos enérgica, radical y consciente, y nuestro entramado ideológico puede tener distintos grados de coherencia, solidez teórica y flexibilidad práctica. Pero, al final, todos los sujetos politizados somos, a la vez, individuos ideologizados.

Por tanto, es una ingenuidad o una mentira deliberada sostener que los consejeros del INE, los ministros de la Suprema Corte, los miembros de la Junta de Gobierno del Banco de México o los titulares de determinadas dependencias, de antes y de ahora, carecen de ideología. Eso es imposible. 

Puesto en términos simples, con nombre y apellido, Lorenzo Córdova es un demócrata liberal, Arturo Zaldívar es un garantista que defiende el principio propersona, Alejandro Díaz de León es liberal en lo económico y, sí, Pablo Gómez tiene un bagaje ideológico de distintas corrientes izquierdistas.

Incluso, me atrevo a decir que el respectivo marco ideológico de estos y otros funcionarios es un factor que entra en juego en todas y cada una de sus decisiones. Esto no debería asustarnos: mientras un funcionario cumpla con sus obligaciones legales, no se extralimite en sus competencias, no ponga en riesgo a la institución que representa y no viole la ley, puede defender los postulados ideológicos que quiera. 

Si no existieran las ideologías, la política no tendría sentido. Existiría el gobierno y la administración pública, pero no la política, pues todos los candidatos, funcionarios y gobernantes propondrían las mismas soluciones a los mismos problemas.

Fernando Escalante y Rafael Lemus, en sus respectivas obras, explican magistralmente cómo, durante la era neoliberal, se creó la ficción de que era posible que hubiera funcionarios enteramente técnicos, capaces de resolver los problemas y alcanzar los objetivos gubernamentales mediante mecanismos puramente analíticos, racionales y, a la vez, pragmáticos. Así, el término “técnico” se empezó a emplear como antónimo de “ideologizado”. 

Pero aquí hay un problema. En la época del consenso neoliberal, los funcionarios “técnicos” eran sinónimo de perfiles que defendieran las premisas del liberalismo económico, como la apertura de mercado, la meritocracia, el respeto irrestricto a la propiedad privada y la libre empresa. En sentido opuesto, el “ideologizado” era aquél que defendía posiciones estatistas, de limitación a los mercados y de políticas redistributivas. 

Lo cierto es que ambos prototipos de funcionarios eran sujetos ideologizados, pero una ideología era vista como “normal” (la neoliberal, dominante en ese momento) y otras fórmulas ideológicas eran consideradas “peligrosas” (todas las corrientes izquierdistas, que estaban de capa caída a finales del siglo XX).

Tengo la impresión de que esas categorías siguen vigentes en nuestra discusión pública, lo cual me parece anacrónico. Además, esta dicotomía limita el alcance del debate, toda vez que se fundamenta en una premisa falsa: hay políticos y funcionarios carentes de ideología.

Ahora bien, sería válido mostrar preocupación por la llegada de un funcionario con determinada ideología a un cargo específico y sería legítimo argumentar por qué se piensa que esa ideología podría resultar negativa para su desempeño o incluso nociva para la administración pública, el desarrollo económico o el sistema político mexicano. Ése sería un debate más honesto y enriquecedor. 

Twitter: @jacquescoste94

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