La Opinión
Las lecciones del plebiscito chileno
Los chilenos participaron en un plebiscito para aceptar o rechazar la propuesta de Constitución que, luego de un año de debate y trabajo
El pasado fin de semana, los chilenos participaron en un plebiscito para aceptar o rechazar la propuesta de Constitución que, luego de un año de debate y trabajo, presentó una Convención de carácter progresista, compuesta por muchos ciudadanos de a pie —incluidos activistas sociales, representantes indígenas, líderes urbano-populares o campesinos, entre otros— y pocos políticos tradicionales.
El resultado fue un rotundo ‘no’ a la propuesta de Carta Magna: 62 por ciento votó por rechazarla y sólo el 38 por ciento restante la aprobó. Estas cifras han llamado poderosamente la atención de los analistas internacionales, toda vez que tan sólo hace unos meses Chile eligió como presidente a Gabriel Boric —un político joven, de izquierda, ajeno a los partidos tradicionales cuya principal carta de presentación fue la nueva Constitución— y, apenas en 2020, 78 por cierto del electorado votó, en otro plebiscito, a favor de crear una nueva Carta Magna que sustituyera a la que está vigente.
¿Cómo interpretar este resultado? ¿Qué lecciones se pueden aprender de ellos? Responder estas preguntas no es sencillo, pero esbozaré algunas ideas para contribuir a su discusión.
En primer lugar, el estallido social de 2019 encontró una salida política institucional para encauzar el descontento ciudadano y el desgaste del sistema político-económico de Chile. La creación de una nueva Constitución parecía ser el mecanismo idóneo para satisfacer las demandas de amplios sectores sociales hartos de los partidos políticos tradicionales, la precaria seguridad social y un sistema económico excesivamente orientado a las empresas y poco centrado en las personas.
Sin embargo, el proyecto de Constitución enfrentó un profundo rechazo debido a que la nueva Carta Magna era demasiado ambiciosa —radical o maximalista, dirían algunos—, pues representaba una refundación del Estado chileno y no una reforma al sistema político-económico vigente. Reconocía a Chile como un Estado plurinacional, eliminaba al Senado, le otorgaba un amplio margen de autonomía a los pueblos indígenas e incorporaba un amplísimo catálogo de derechos y un listado aún más amplio de obligaciones gubernamentales para garantizar esos derechos.
Por tanto, lo que se rechazó no fue la necesidad de crear una nueva Constitución; más bien, se echó por tierra el proyecto presentado. Se desechó la Constitución “radical”, no la idea de un nuevo pacto fundacional para el Estado chileno. Incluso, el gobierno chileno y distintas fuerzas políticas de oposición ya están discutiendo cómo construir un nuevo proyecto de Constitución de corte más moderado.
En ese sentido, la primera lección del caso chileno es que las sociedades no siempre están listas para cambios profundos y rápidos, sino que, generalmente, optan por ajustes graduales y parciales. Salvo en casos excepcionales (como en revoluciones o guerras civiles), las sociedades suelen optar por el reformismo gradualista y no por el borrón y cuenta nueva. Como me lo dijo coloquialmente una profesora a quien admiro mucho: “tanto cambio espanta a la gente”.
En el lado opuesto de la moneda, el resultado del plebiscito arroja luz sobre una encrucijada ante la cual se enfrentan casi todos los gobiernos de izquierda en algún punto: ¿es posible poner en marcha una agenda progresista de cambios sustanciales al status quo, a la par de mantener la gobernabilidad y la cohesión social? ¿O, en aras de conservar estas últimas, hay que renunciar a los aspectos más ambiciosos de la agenda de gobierno? En resumen: ¿pragmatismo negociador o maximalismo programático?
Boric se enfrentó a este dilema. Desde su llegada al poder, ha asumido una posición de diálogo y conciliación; sin embargo, a la vez intentó impulsar los trabajos de la Convención Constituyente, con todo y sus propuestas de cambio profundo. Mi impresión es que el joven presidente quedó en medio de las dos opciones de la encrucijada descrita en el párrafo anterior.
De ahí podemos extraer dos lecciones nada halagüeñas. La primera: hoy en día vende poco un presidente mesurado y conciliador (el índice de aprobación de Boric es de 36 por ciento); ganan más tracción social los políticos que apelan a la polarización y la confrontación. La segunda: cada vez parece más difícil para los líderes políticos encontrar mecanismos para satisfacer la sed de cambio de algunos sectores sociales, al tiempo de incorporar las demandas y atender las preocupaciones de otros grupos más conservadores.
Finalmente, otra lección importante que nos deja el caso chileno es la necesidad de que los políticos profesionales sean quienes conduzcan —o al menos participen en— los procesos políticos complicados, como lo es una Convención Constituyente. Si bien es necesario que los espacios de representación estén abiertos a ciudadanos y no sean monopolizados por las élites, los políticos con oficio, pragmatismo, tablas y cierta dosis de maquiavelismo siguen siendo necesarios para sacar adelante las leyes, reformas y programas de todo gobierno.
Jacques Coste (Twitter: @jacquescoste94) es historiador y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica, que se publicó en enero de 2022, bajo el sello editorial del Instituto Mora y Tirant Lo Blanch. También realiza actividades de consultoría en materia de análisis político.
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