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Sonora

La pizca del chiltepín se convierte en el sustento de vida de la sierra de Sonora

Un litro de chiltepín, un picante para darle sabor al menudo y quitar el mal de ojo es comprado en 200 pesos en La Aurora, una comunidad de Baviácora

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La pizca del chiltepín se convierte en el sustento de vida de la sierra de Sonora

HERMOSILLO, Sonora. Laura tiene las manos manchadas de rojo cobrizo del chiltepín. El color del jugo se le ha ido impregnando en los dedos conforme manipula los pequeños chiles frescos que llegaron a su casa desde la sierra de Sonora, mientras ella cuidadosamente se dedica a quitarles las ramitas y hojas que les quedaron, para separar los mejores —los que servirán para secar— de los que se convertirán en salsas o encurtidos.

La mujer de 64 años trabaja —como la mayoría de los habitantes de la pequeña localidad de La Aurora, ubicada en el municipio de Baviácora— en la recolección, selección, secado y venta del chiltepín, un pequeño e icónico chile que crece de forma silvestre en la región del Río Sonora, al noroeste de México.

Los chiltepines han invadido cada rincón de su casa, incluso el olor del ambiente, donde ella y su cuñado —un hombre muy mayor— trabajan a la sombra de los árboles del patio.

Sin importarle mucho el ardor que provoca, Laura a veces se toca la cara con las manos. Aunque hay días en que no encuentra cómo aliviar la sensación y no hay más que lavarse la piel lo más posible con jugo de limón y abundante agua.

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“Sí nos enchilamos”, se ríe Laura Alicia Villalba. “Pero, pues ya ni siente uno: de repente se enchila uno los ojos y está una toda enchilada aquí… pero, así es el trabajo, ¿no?”.

Su patio tiene chiltepines en bandejas, en cubetas, en costales, en una carretilla, en una mesa y en largos hules tendidos a los rayos del sol. Ahí las esferitas rojas permanecen durante tres días —si es que el cielo no está nublado—. Laura los mueve con un “revolvedor” hecho de tablas de madera, hasta que queden perfectamente deshidratados, antes de ser puestos en venta.

La recolectora afirma que sólo en los últimos dos días —sin parar de trabajar por once horas— lograron llenar de chiltepín 500 trastes con capacidad de un litro. 

Considera que es poco en comparación a lo que han obtenido en otras temporadas de los 10 años que su familia tiene haciendo este trabajo.

“El año pasado hubo tantísimo, que afuera estaba todo lleno de hules con chiltepines y ahora creo que ni la mitad va a haber, de la cosecha”, explica la mujer. “El año pasado llovió mucho y ahora hasta agosto empezó a llover, en julio no llovió nada”.

De cualquier forma, la actividad no para. Las personas recolectoras del chiltepín fresco continúan yendo cinco de los siete días de la semana a acampar en los ranchos cercanos, donde viven temporalmente para dedicarse a la pizca.

A ellos, en casa de los Villalba, el “litro” de chiltepín se les paga a 200 pesos. Para juntar un kilo se deben reunir tres y medio de esos contenedores de plástico.

Esa mañana, Omar Valenzuela llegó en su camioneta, acompañado de dos vaqueros, a vender el chile recolectado durante su último día: ocho litros él solo. “La cantidad depende de la lluvia, si llueve o no”, dice el joven. “Ahora no fue buena, casi no hubo”.

Después, los Villaba se dedican a la deshidratación para que Joel, el hijo de Laura Alicia, cargue su camioneta con rumbo a Hermosillo, desde donde enviará el chiltepín por paquetería a Tijuana y a Mexicali, donde tiene a sus principales compradores.

La vida en La Aurora es así, particularmente, durante los últimos tres meses del año.

Le da sabor al menudo

El chiltepín está presente para condimentar un humeante plato de menudo, para ponerle más sabor al huevo revuelto con machaca del desayuno, para darle un toque especial a los quesos cocidos que fabrican en los pueblos y a toda comida que, quien la va a degustar, considere que no le vendría nada mal una enchilada.

También está en la receta ancestral para curar la gastritis, pero también para la “cruda” y el “mal de ojo”: es moneda de cambio para conseguir la despensa de la semana, es el elemento con el que el sonorense “queda bien” cuando lo saca del estado y lo obsequia en sus viajes, así como es protagonista en las fiestas del Río Sonora y, en Baviácora, el nombre de su equipo de beisbol local. El chiltepín, definitivamente, es parte de la identidad de las y los sonorenses.

Noemí Bañuelos, etnobióloga del Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo (CIAD), afirma que este pequeño fruto tiene un profundo significado en la cultura popular, pues no solo es un condimento, sino que está arraigado en múltiples actividades de la gente.

“Además del chile colorado, el chiltepín es uno de los chiles que juega un papel fundamental en la cultura de los sonorenses”, explica la especialista, quien se ha dedicado a estudiar y documentar la relación que las personas han creado con las plantas que les rodean.

“Cuando uno camina por Hermosillo, simplemente para ver lo fundamental del chiltepín, hay que abrir grandes los ojos para ver lo importante que es. Basta con ver en los cruceros a la gente vendiendo su chiltepín y te vas al Mercado Municipal y vas a observar a los recolectores, alrededor, expendiendo ese chile”.

Sobre la historia del uso del chiltepín en Sonora, existen registros desde los primeros habitantes de la región, incluso, antes de que llegaran los jesuitas, afirmó la experta.

“Los indígenas ya usaban el chiltepín desde el punto de vista medicinal y son los registros de los jesuitas los que nos dicen cómo lo usaban, especialmente, para cuestiones digestivas”, dijo Bañuelos. “Por el año 1700 ya había registros del jesuita Ignacio Pfefferkorn”.

“Los estudiosos del tema, quienes trabajan más taxonómica y genéticamente, dicen que el chiltepín es la madre de todos los chiles, porque de ahí se originaron todas las especies del chile, a pesar de su tamaño pequeño”.

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El chile rojo

El chiltepín pertenece a la especie Capsicum annum y proviene de un arbusto que da frutos verdes que se vuelven rojos en su maduración y que tiende a crecer, en su vida silvestre, debajo de los árboles de mezquite, pues, con su hojarasca y sombra, le dan las condiciones óptimas para desarrollarse.

Además, las aves —particularmente el cenzontle o chonte— juegan un papel crucial en el proceso de germinación, pues ablanda la cutícula de la semilla al pasar por su tracto digestivo cuando come los frutos.

Este fruto, por sus niveles de capsaicina —el componente activo que provoca la irritación— presenta entre 100 y 200 mil unidades en la escala de Scoville, que es la encargada de medir el grado de picor en los chiles.

Como comparación, un chile habanero, puede llegar a tener de 100 a 450 mil unidades, según el Servicio de Información Agroalimentaria y Pesquera de la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (Sader).

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De acuerdo con los datos del Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo (CIAD), al menos 150 de las 223 personas de La Aurora, quienes fueron contabilizadas por el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (Inegi) se dedicaban a la recolección de chiltepín en los ranchos cercanos al Río Sonora.

Lo mismo sucedía con las comunidades de Mazocahui y La Estancia, consideradas como grandes productoras. Pero también al sur del estado: en Núri, Guayparín, Minas Nuevas, La Aduana y el Tábelo; y en la sierra alta, conformada por Bacadéhuachi y Nácori Chico.

Que estas regiones sean las más fructíferas, no priva al resto de ser productoras. De acuerdo con los datos del Consejo para la Promoción Económica de Sonora recopilados en las investigaciones del CIAD, 36 municipios tenían presencia de este chile en 2009.

Además, no es exclusivo de Sonora, sino que sus variedades se extienden desde el sur de Estados Unidos hasta el noroeste de América del Sur. En México,  su territorio va de Sonora a Chiapas por el Pacífico, y de Tamaulipas a la Península de Yucatán, incluyendo Quintana Roo, por el Golfo de México.

La diferencia entre Sonora y las otras regiones, radica en la importancia que, tanto la gente como los académicos, le han otorgado a lo largo de los años.

El picante codiciado

El doctor Jesús Robles es uno de los investigadores del CIAD que ha estudiado y documentado al chiltepín desde 2006, especialmente, desde su perspectiva económica. Al mismo tiempo, junto a Bañuelos y otros especialistas, formando parte de un equipo multidisciplinario que trabajó en la tarea de comprenderlo desde sus aristas biológicas y desde su dimensión y relevancia social.

Entre todos y con el financiamiento del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) y la Comisión Nacional Forestal (Conafor) trabajaron para apoyar a los productores rurales para mejorar sus procesos económicos y generar un repoblamiento sustentable de la planta, que se había colapsado 40 por ciento por una fuerte temporada de sequía entre 2009 y 2011.

Esta escasez de chiltepín provocó que se convirtiera en un fruto verdaderamente codiciado. En 2006, había una colecta de 103.3 toneladas, con un precio de 600 pesos por kilo y fue en declive hasta 2011, donde se recolectaron cerca de 66 toneladas, con precios de venta por kilo de mil 200 pesos a nivel local y que alcanzó hasta los 3 mil pesos en las zonas urbanas.

“En los estudios de mercado es muy elemental. Cuando no hay producto, el precio sube y cuando sí baja. En 2009, llegó a valer hasta 3 mil pesos el kilo”, dijo Robles.

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“Había una señora de La Aurora que recolectaba alrededor de 16 litros por día —y la relación es de 3.5 litros por kilo—. Entonces recolectaba como cuatro kilos y medio diarios, lo que le daba casi mil 800 pesos diarios por la recolección y, quien lo acopiaba, lo vendía entre los 2 y 3 mil pesos”. 

“El diferencial es muy amplio, pero no se preocupaba porque iban y se lo compraban a su casa”.

Actualmente, la producción del chiltepín ronda las 100 toneladas, por lo que el precio del chiltepín por litro, ronda los 180 y los 200 pesos para los recolectores. El precio actual del kilo de chiltepín al público común, puede rondar los mil 400 pesos y cuando se trata de una compra al mayoreo, el precio tiende a disminuir considerablemente.

“Es distintivo de la sierra de Sonora y hace falta mucho”, dijo el académico. “Porque hay tantas salidas del producto que, lo que requiere la gente es intervención y apoyo, y hay muchas iniciativas interesantísimas que truenan porque llegaron hasta donde tuvieron recurso”.

Una bolsita de 20 pesos

Ya en Hermosillo los alrededores del Mercado Municipal, también se pintan de rojo. Los vendedores, en sus pequeños puestos móviles ofrecen sus variados productos artesanales, donde siempre resalta el color del chiltepín y donde se pueden encontrar bolsitas desde los 20 hasta los mil pesos.

Leonides Noriega tiene 10 años vendiéndolo en esa zona, acompañado de los chiltepineros, unos pequeños morteros hechos con madera de palofierro, tallados en las más diversas figuras, que se usan para moler el chiltepín en una cavidad, ayudados de un mazo delgado.

“La importancia del chiltepín es que de ahí se vive, tanto nosotros, como los que se dedican a la pizca, sí es un ingreso bastante importante”.

También están los hermanos Javier y Lázaro Carranza, originarios de San Pedro de Ures, quienes se acomodan con sus hieleras en una esquina del Centro de Hermosillo con sus tortillas y quesos colorados por el infaltable polvo rojo del chiltepín, así como con los litros del chile seco.

“Está más buena la venta ahora en diciembre, porque la gente lo usa para el menudo y todo eso”, explicó Javier, “y, con el friíto, se antojan más los caldos; nosotros vendemos más la tortilla y el queso, pero el chiltepín llama mucho la atención”.

Un jardín de chilpetín

La casa de Olivia Morales también está repleta de chiltepín: lo tiene en su pequeño jardín, en algunos arbustos que ella misma ha cultivado, en un cuarto donde lo resguarda de la humedad, y hasta en el techo que ha tapizado de hules que, desde la calle, dejan apreciar las alfombras rojas.

Mientras ella se encarga de la tarea de recepción y limpieza del chiltepín que traen los recolectores, su esposo se dedica a viajar a la capital para enviar el producto fuera del estado y su hijo, quien ayuda a ambos, ahora está probando suerte con un plantío controlado de chiltepín, cercano al río, con unas 4 mil pequeñas plantitas en vías de desarrollo.

La familia ha buscado darle las mayores salidas posibles al chiltepín, pues también, además de deshidratar y vender chiltepín seco, se dedica a encurtirlo en frascos con vinagre, cebolla y zanahoria.

Olivia narra lo curiosa que es la vida en torno al chiltepín, pues las familias incluso han generado sus propios “bancos” caseros, donde ahorran, al menos, un saco del producto para tenerlo siempre durante el año y, en tiempos de escasez, venderlo o intercambiarlo por otros artículos, como si de oro rojo se tratara. 

“El verdulero, la que vende ropa, y si no tienes (dinero) les das el chiltepín y por todo lo cambias, por el mandado, por la verdura… es que ellos también lo venden; el verdulero se lo lleva al mercado y allá lo cambia por la verdura.

La gente lo guarda y gasta lo que va a necesitar y con eso está comprando la comida, cuando ocupan, lo venden, cinco o diez litros, aquí todas las casas guardan su saquito y nadie se queda sin chiltepín”, explica.

Luego reflexiona e invita a probarlo a quienes no lo han hecho.

“Los que no lo conozcan, que lo prueben, yo creo que es el chile más enchiloso que hay, porque no hay otro, ¿no?”

Por Astrid Arellano. Reportaje publicado en colaboración con Proyecto Puente.

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