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La Opinión

La militarización es culpa de todos

El Ejecutivo federal optó por el despliegue de la militarización como instrumento de disuasión para los criminales en México

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La militarización del gobierno federal y la politización de las fuerzas armadas no son fenómenos nuevos, sino que se inscriben en un proceso histórico-político que se ha gestado durante lustros, aunque se ha intensificado, acelerado y redimensionado durante el sexenio del presidente López Obrador.

Tres elementos característicos de este proceso son: 1) la incapacidad de la transición democrática para construir nuevos equilibrios entre el poder civil y el poder militar, 2) la creciente dependencia de los gobiernos (federales, estatales y municipales) hacia el ejército en materia de seguridad pública y 3) el consenso de una amplia mayoría de fuerzas políticas, sectores sociales e instituciones públicas sobre la necesidad de que las fuerzas armadas participen en las labores de seguridad. 

Los primeros dos elementos han sido ampliamente discutidos en éste y otros espacios, pero le hemos prestado menos atención al tercero. En ese sentido, cabe señalar que la militarización ha enfrentado oposición y resistencias de la academia, organizaciones defensoras de derechos humanos y colectivos de familiares de víctimas. 

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Sin embargo, en términos generales, este proceso ha avanzado a paso constante con el consentimiento de los tres órdenes de gobierno (municipal, estatal y federal), los tres poderes de la unión (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y extensos sectores de la sociedad. Según la Encuesta Nacional de Cultura Cívica 2020, realizada por el INEGI, 64% de los mexicanos confía en el ejército y la marina, lo que posiciona a ambos cuerpos castrenses como las instituciones públicas mejor valoradas por los mexicanos. 

No obstante, por ahora, dejaré a un lado este último fenómeno (la legitimidad social de las fuerzas armadas) y me centraré en el consenso general de los tres ámbitos de gobierno y los tres poderes de la unión en cuanto a la participación castrense en labores de seguridad.

Hay muchos factores que explican este amplio consenso. Uno de ellos es la creación de un círculo vicioso, que hemos visto repetirse una y otra vez durante los últimos tres sexenios. La secuencia del círculo vicioso es como sigue. 

El crimen organizado y la violencia crecen en un estado o una región del país. El presidente en turno envía a los militares a combatir este brote de violencia, la cual se exacerba por un tiempo, aunque después se contiene. El gobernador del estado en cuestión argumenta que el repliegue del ejército significó el resurgimiento de la violencia. 

Entonces, el Ejecutivo federal optó por el despliegue permanente de los soldados en ese territorio, como instrumento de disuasión para los criminales. La violencia no se esfuma del todo, pero sí se reduce y permanece en niveles altos, aunque contenidos. 

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Luego, los gobiernos estatales y municipales de la región se lavan las manos, alegando que sólo los militares pueden mantener la relativa estabilidad y no invierten recursos ni esfuerzos en el fortalecimiento de las policías civiles, dejando toda la responsabilidad de la seguridad en manos federales y militares.

A continuación, ocurre lo mismo en otro estado, luego en otro y así sucesivamente, hasta llegar a un delicado equilibrio en el que la poca seguridad que hay en el país depende enteramente de los militares. Y los gobernantes (de todos los partidos y de todos los órdenes de gobierno) optaron por mantenerlo así porque es la solución más fácil para todos, porque construir policías civiles capaces y confiables toma años, es caro e implica un esfuerzo sostenido y conjunto. 

Este círculo vicioso lleva lustros vigente y está cada vez más enraizado. Cada año aumenta la dificultad de construir policías civiles sólidos, puesto que el aparato de seguridad pública es cada vez más dependiente del ejército. 

Además, las fuerzas armadas han ganado poder político y capacidad de influencia sobre la administración pública y las decisiones de gobierno, por lo que nadie se atreve a decirle que no a los militares, nadie se atreve a quitarles ese poder que ya ganaron. 

Así, la Guardia Nacional se creó en 2019 bajo el consenso de todos los partidos políticos. Hoy, los partidos de oposición se “sorprenden” porque este cuerpo ha tenido una mayor injerencia militar de lo previsto en la ley, pese a que diversos activistas y académicos lo advirtieron desde 2019 y encontraron oídos sordos. Es decir, lo dejaron pasar y ahora se quejan de los resultados. 

Además, el presidente López Obrador anunció que en 2022 presentará una reforma constitucional para formalizar el control de la Secretaría de la Defensa sobre la Guardia Nacional. Es sumamente probable que la enmienda se apruebe por consenso, puesto que los gobernadores de todos los partidos quieren que el ejército haga las veces de policía en sus estados.

En ese sentido, el PAN y el PRI condenan la creciente militarización de distintos ámbitos del gobierno federal: desde el reparto de vacunas y libros de texto hasta la vigilancia de fronteras y aduanas. Sin embargo, la irresponsabilidad de ambos partidos cuando fueron gobierno permitió el empoderamiento y el fortalecimiento de los militares a grado tal que se convirtieron en el cuerpo más sólido del Estado mexicano. 

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Esa misma irresponsabilidad se materializó en la falta de nuevos equilibrios cívico-militares durante la transición democrática. Fox, Calderón y Peña Nieto optaron por mantener los viejos acuerdos priistas con los militares, los cuales se basaban en arreglos político-económicos informales, en lugar de construir dispositivos institucionales para asegurar la preponderancia permanente del poder civil sobre el poder castrense. 

Para una élite política cortoplacista y carente de altura de miras, como es la mexicana, la solución fácil para los problemas de seguridad ha sido enviar al ejército a las calles, sin idear frenos institucionales a su empoderamiento. Ahora, también lo está siendo delegar a los militares toda clase de responsabilidades públicas, sin contrapesos. 

Los partidos de oposición aún están a tiempo de contener el proceso de militarización, en el Congreso y en las urnas. La Suprema Corte también, pues pronto deberá discutir la legalidad del llamado “acuerdo militarista”, que prevé la participación castrense en labores de seguridad pública hasta el final del sexenio. 

Lamentablemente, dudo que lo hagan. Por un lado, los partidos de oposición critican la militarización, pero sus votos en el Congreso, que son lo que realmente importa, han permitido la participación castrense en la seguridad pública. Por otro lado, cuando los ministros de la Corte han discutido este tema en otros momentos, han llegado a resoluciones formalistas que no entran al fondo del asunto, con tal de evitar enfrentarse al ejército y al Ejecutivo, pateando el problema hacia adelante.

Así, la militarización del gobierno federal y la politización de las fuerzas armadas continuarán avanzando. Por culpa de AMLO, sí, porque ha recargado su proyecto político en el ejército de una forma no vista desde la década de 1940. Pero también por culpa de los demás partidos y poderes de la unión, quienes llevan lustros siendo obsequiosos con los militares. 

Twitter: @jacquescoste94

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