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El músico Jim Morrison quiso ser poeta

En sus primeros conciertos con The Doors, Jim Morrison cantaba de espaldas al público. Se sentía fuera de lugar sobre el escenario.

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En sus primeros conciertos con The Doors, Jim Morrison cantaba de espaldas al público. Se sentía fuera de lugar sobre el escenario. Él siempre había soñado con el plácido anonimato que confiere la poesía, no con ser la comidilla de jipis y groupies hambrientos de placer. Pero en esa geografía del deseo que era Los Ángeles, es difícil renunciar al placer.

Por aquellos años, Morrison era un joven más del Verano del Amor. Con la diferencia de que a él, al igual que a Lou Reed, no le gustaban los colores ni las flores: vestía a cuero negro y botas oscuras. Y a menudo estaba enojado contra todo o contra nada: herencia directa de sus ávidas lecturas de Nietzsche o de Blake, que se exponenciaban con los recuerdos de su educación casi militar.

Había algo en Morrison que no encajaba con los tiempos de amor y paz. En el fondo, se sentía viejo.

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“Si alguna vez ha existido alguien preparado y dispuesto a morir, ese era Jim. Tenía el cuerpo envejecido y el alma cansada”, escribe Danny Suggerman y Jerry Hopkins en Nadie sale vivo de aquí (1980), la biografía más extensa que existe sobre El Rey Lagarto, quien murió hace medio siglo en París en medio de decenas de tesis que van desde una sobredosis de heroína o una congestión alcohólica hasta un asesinato del FBI o una huida premeditada al norte de África.

Lo único seguro es que sólo en su tumba Jim Morrison cumplió su más grande sueño: pertenecer al olimpo de las letras. Hoy, sus restos yacen al lado de los de Oscar Wilde, Honorato de Balzac y Molière. Y un poco más lejos de los de Arthur Rimbaud, su gran ídolo, acaso el culpable de que Morrison viviera tan deprisa. Jim nunca entendió cómo el poeta francés escribió toda su obra hasta los 19 años. Jim, a los 27, sentía que sólo escribía canciones para tararear, como lo admitió en varias entrevistas públicas.

Sus biógrafos describen sus últimos días en un departamento de lujo de la capital de Francia, donde vivió con Pamela, la mujer de la que se enamoró desde su adolescencia en Venice Beach: “Era el primer día de julio y el calor en París era infernal. Jim estaba sumido en un abismo de terrible desánimo. Llevaba mucho tiempo bebiendo y ahora intentaba dejarlo de una vez por todas. Intentaba escribir, captar la deprimente situación y convertirla en algo creativo, pero no lo conseguía. Estaba hundido en una silla delante del comedor, esperando a que le llegaran las palabras. Lo poco que escribía no hacía honor a la fama de Morrison. Y él lo sabía”, describen Danny Suggerman y Jerry Hopkins.

Antes de formar The Doors con Ray Manzarek, Robby Kireger y John Densmore, Morrison estudiaba cine en la UCLA. Creía que, bien conceptualizada, una película podía tener el mismo valor estético que un poema. Pero en las clases Jim no era propiamente el más popular. Sus trabajos resultaban demasiado experimentales. El director Oliver Stone muestra, en su película The Doors, cómo los primeros cortos de Jim espantaban a propios y extraños, con imágenes sexuales que intentaban explicar el significado del león en la filosofía nietzscheana.

No era el único. En 1967, el año de explosión musical que permitió que dos años después sucediera el Verano del Amor, las nuevas generaciones soñaron con un mundo libre de autoritarismo. Todos, al menos en las clases medias del mundo occidental, se sublevaron contra las instituciones: la familia, el gobierno, la policía… Unos tomaron el lápiz, otros la guitarra y, algunos menos, intentaron hacer ambas cosas, como Morrison.

“Como resultado de la Segunda Guerra Mundial, por primera vez los jóvenes tuvieron acceso a la cultura de forma masiva: se ampliaron las universidades públicas y crecieron las industrias del ocio, entre ellas la música”, explica Salvador Mendiola, académico de la UNAM y experto en movimientos contraculturales. “Era una generación muy creativa y experimental, y eso generó, por supuesto, Beatles millonarios, pero también millones de bohemios fracasados”.

Los libros de Jim Morrison nunca alcanzaron el éxito. Fueron repartidos entre amigos de los Doors y círculos artísticos muy específicos, como las camarillas underground de Andy Warhol. Pero sus otros ídolos, los escritores beatnik, como Jack Kerouak o Allen Ginsberg, jamás los leyeron. Cobraron popularidad post mortem. Hoy pueden encontrarse en México dos de sus libros de poesía: Las nuevas criaturas y Una oración americana, ambos publicados meses antes de su muerte.

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A finales de 1970 e inicios de 1971, Jim Morrison quería escribir poesía de tiempo completo. Los Doors ya no lo satisfacían. “Estaba harto de una imagen que había dejado atrás, pero de la que no podía desprenderse. Había buscado credibilidad como poeta, pero sus intentos habían sido frustrados por su atractivo como héroe cultural”, recuerda Hopkins.

Incluso el último álbum de The Doors con Morrison vivo, L.A. Woman (1971), fue un martirio para él: acudía borracho a las grabaciones y casi siempre salía de pleito del estudio. Sin embargo, Jim siempre consideró a la música como un camino espiritual hacia lo que Nietzsche bautizó como “el superhombre”. El blues lo enloquecía: no podía renunciar a él. El rock quizás lo alejaba de sus aspiraciones literarias, pero lo ponía sobre la mesa de los excesos.

A Jim Morrison no le importaban mucho las instituciones ni los premios, pero quizás algo hubiese sentido el día que Bob Dylan recibió el Nobel de Literatura en 2016 porque las canciones, también, son poesía.

Eduardo Bautista | El Sol de México

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