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Solidaridad en Altavilla: Mujeres de la tercera edad encuentran en comunas una familia y apoyo

Las mujeres viven en una calle cerrada con 18 casas, nueve a cada lado.

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Las mujeres viven en una calle cerrada con 18 casas, nueve a cada lado.

Alma es una mujer de más de 80 años que vive en Altavilla, una colonia entre la Ciudad de México y Ecatepec. Ella llegó a esta comunidad en los años 60 cuando su entonces esposo, trabajador de la compañía Luz y Fuerza del Centro, compró una casa.

Al igual que ella, sus vecinas, Bertha, Sonia y Leticia llegaron a ocupar casas en una de las calles de la colonia, las cuales tienen nombres de ciudades precolombinas: Acambay, Chalco, Ixtapan, Chimalhuacán, Teotihuacán, Tepotzotlán, Ozumba, etcétera.

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Ellas criaron a sus hijos en este vecindario, y luego los hijos criaron a los nietos. Muchos de esta segunda y tercera generación de habitantes de la colonia Altavilla ya se fueron, pero Alma, Bertha, Sonia y Leticia siguen aquí.

Aprendieron a cuidarse ante la falta de sus familiares, que por sus trabajos o su dinámica de vida están fuera del barrio mucho tiempo.

Bertha luego me trae de comer; su esposo, que también ya está grande, luego me trae mis medicinas. Leticia luego nos trae pan del que ella hace. Estamos pendientes de quién se enferma para ir juntas al doctor o avisar a sus hijos”, dice Alma, la mayor de las mujeres de esta comuna.

Pese a su edad, tiene buena movilidad y aún camina los casi 700 metros que hay de su casa a la iglesia. Su hija suele acompañarla.

“Todavía hacemos posadas en diciembre aunque casi no hay chamacos en la cuadra”, recuerda Alma quien desde hace más de 40 años recita la letanía en las fiestas decembrinas, reza los rosarios y organiza la arrullada del Niñó Dios en su casa los 24 de diciembre.

Acostumbra hacer calabaza en tacha o capirotada durante las fiestas, la cual lleva a sus vecinas.

“No me gusta mucho la capirotada, pero cuando Alma trae la recibo y la comparto con mis hijos, mi esposo o mis nietas”, dice Bertha, quien padece diabetes y por ende no puede comer muchas cosas dulces.

Ella sufrió hace algunos meses de una crisis de hiperglucemia —niveles de glucosa altos en la sangre— y sus vecinas la apoyaron.

“Comencé a desvaríos, sentirme muy cansada y a tener la boca seca. Trae el azúcar en 300”, cuenta Bertha, quien en ese momento fue llevada por Alma al doctor mientras que Leticia avisó por teléfono a sus hijos, narra la mujer, quien desde hace unas semanas está en silla de ruedas.

A sus 78 años sufre achaques en las rodillas, además de que la crisis diabética que sufrió dejó algo mermada su salud. Aunque aún se da tiempo para cocinar a veces.

Ella está al cuidado de sus hijos, los cuales salen a trabajar todos los días, todo el día.

Ese día —hace tres meses—, Alma notó que empecé a balbucear. Estábamos chismeando aquí en la casa cuando me sentí cansada y me estaba quedando dormida. Tuvo miedo de que fuera algo grave y me llevó al Seguro mientras que Leticia llamó a mi hija, que es su ahijada. Ellas me cuidaron en lo que mis hijos llegaron

Las mujeres viven en una calle cerrada con 18 casas, nueve a cada lado. Sonia ocupa la segunda casa a la entrada de la cuadra; Bertha, una de enmedio, y Alma y Leticia dos de las del fondo.

Para Sonia, el apoyo de sus vecinas es vital, pues ella si está completamente sola. Su hijo vive en Cancún, su esposó murió hace casi 30 años, al igual que sus hermanas. Su hijo, Andrés, ofreció llevarla con ella, pero se negó a abandonar su hogar, luego dijo que le pagaría una casa de retiro, muy agradable en apariencia, pero Sonia se niega a dejar la casa que compró y amplió su esposo.

Es mi casa. No me quiero ir. Ya le dije a Andrés que la puede vender cuando me muera, pero yo no me voy de aquí

Sonia tiene 74 años, casi no escucha, su visión también es limitada y tiene problemas de movilidad por una operación de cadera que tuvo hace cinco años. Sus vecinas le comparten comida, pues ya no puede cocinar, además de que están al pendiente de que tome sus medicinas.

Ella paga con su pensión a una asistente que la ve tres veces por semana, le ayuda a bañarse, hace las compras y la lleva a misa los domingos. A parte de eso, el resto de sus cuidados corre por parte de sus vecinas.

“Ya no puedo comer muchas cosas por la edad y la diabetes, por eso Almita me trae sopitas de verduras con pollo, a veces carne guisada en caldillo. Leticia luego me hace ensaladas y Bertha me manda arroz o frijoles de la olla. Nunca falta qué comer”, dice.

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Donde comen dos, comen tres

“A veces mis hijos comen fuera y la comida se me queda, en vez de tirarla la reparto a mis vecinas y ellas la reciben con gusto, luego me traen de lo que hacen. Aquí nos cuidamos todas”, señala Bertha, quien al haber crecido en una casa grande con muchos habitantes se acostumbró a guisar bastante.

Leticia está en una situación similar. Ella está por cumplir 70 años y vive con su hijo de más de 40. Perdió a su esposo durante la pandemia, por lo que pasa el tiempo en casa de sus vecinas o en su cocina horneando panes que les comparte.

Voy a sus casas a chismear y así no nos sentimos solas. No es que fuéramos amigas de toda la vida. A veces, más jóvenes, nos peleábamos y nos dejábamos de hablar, pero con el paso del tiempo nos dimos cuenta que nos tenemos una a la otra.

“Nuestros hijos sí están, pero trabajan y tienen que hacer sus vidas, por eso nosotras decidimos, casi involuntariamente, procurarnos. A veces de lo que nos damos sale la comida de toda la semana, por eso como dice mi comadre, donde comen dos, comen tres”, subrayó.

Omar Rivera | El Sol de México

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