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Sonora

Letras Migrantes: Magda Rivera enseña a leer y escribir a niños mixtecos, triqui y zapotecos de Sonora

Desde hace diez años, Magda se ha dedicado a sembrar libros como semillas en los niños indígenas del poblado Miguel Alemán

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Magda Rivera Carrillo, Letras Migrantes

HERMOSILLO, Sonora. Cada domingo, Magda llena la cajuela de su carro con libros y sale de Hermosillo con rumbo al Poblado Miguel Alemán. En esta población vecina en condiciones precarias, se instala bajo un árbol en el patio recién regado de una casa. Luego recibe a los niños y niñas: decenas de hijos de trabajadores del campo.

A la sombra y de la voz de Magda Rivera Carrillo —una comunicóloga hermosillense de 49 años— escuchan las historias de la tierra en la que viven y de otras mucho más lejanas: juntos, desde hace ya diez años y a contracorriente del entorno en el que viven, descubrieron que la lectura es un espacio para la resistencia. Y lo llamaron “Letras Migrantes”.

“Es comunidad precarizada por la violencia, por la pobreza y el rezago social que existe hasta nuestros días en materia de servicios públicos, de salud, de vivienda; en este momento de Covid-19, hay carencia alimentaria”, explicó, “todo en un contexto de migración que te lo da una comunidad que se dedica a las labores del campo, pero, aún así, con una gran capacidad de resiliencia y de adaptación, con una gran riqueza cultural, que eso es lo que pienso que le da fuerza a la gente para seguir resistiendo”.

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La sala de lectura de Magda inició como parte del Programa Nacional Salas de Lectura, un proyecto que ha traspasado sexenios y donde ella se instruyó como mediadora voluntaria: a partir de ahí empezó a trabajar en espacios comunitarios.

“Yo empecé en mi colonia con niños de mi cuadra”, narró Magda, “estuve trabajando en un centro comunitario, luego, por dificultades administrativas, me lleve la sala al Ejido El Buey -también enseguida de mi casa-, después, cuando me di cuenta de la precariedad y del rezago educativo del Poblado Miguel Alemán, tuve la oportunidad de conocer al señor Pedro Gómez, líder mixteco, y empezamos a visitar el poblado: empezamos a trabajar en el año 2010, en el mes de junio”.

El contexto que encontró fue el de niños que usaban los domingos para jugar a las maquinitas y luego subirse a los carros expendedores de pan o refrescos para robarse la mercancía. También detectó un déficit de espacios para el deporte y la existencia de solo una biblioteca.

Pero Magda fue sembrando libros como semillas. Los niños, en su mayoría de origen mixteco, triqui o zapoteco, miraban con asombro aquellas portadas coloridas y rebosantes de dibujos. No llegó para adoctrinarlos, sino para acompañarlos y aprender juntos. La oralidad fue la clave: contar antes que leer.

“Lo primero fue indagar qué es lo que ellos tenían como repertorio literario contado por su mamá, la abuela o que los mismos niños se contaban entre sí, por efecto multiplicador de la escuela: quería saber qué sabían esos niños y lo que hice fue provocar esa interacción. A medida que fue pasando el tiempo, por un lado, fui contándoles cuentos de sus tradiciones orales mestizas e indígenas y eso también lo combinaba con historias donde ellos descubrieran nuevos mundos, historias donde se reflejaran y que dijeran: ‘yo estoy ahí y me represento en esta historia’. Historias donde descubren a otros yo y a otras personas”.

Luego les enseñó a leer y a escribir. Se formaron círculos donde los más grandes enseñaban a los más pequeños. Un ejercicio tras otro. Les tomó un tiempo, pero pudieron hacerlo. Incluso, algunos de los niños que llegaron diez años atrás, hoy son estudiantes universitarios.

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Las madres, que al principio miraban de lejos, desconfiadas, acabaron involucrándose tanto que formaron una mesa directiva para ayudar a Magda a que la sala de lectura continuara andando, aunque ella no estuviera.

Ana Cecilia Hernández es una de ellas. Con un viñedo a sus espaldas, pidió que alguien la grabara en un video que le hizo llegar a Magda como agradecimiento por su labor. Ana es quien cada domingo, antes de la contingencia, prestó su patio para que los niños se sentaran en las sillitas que una vez recibieron en donación.

“Magda es la que nos invitó, yo ya tengo 10 años y tengo cinco hijas que han participado en la sala de lectura”, dijo la madre trabajadora del campo, “hemos aprendido de todo, hemos hecho obras de teatro, hemos leído cuentos, hemos convivido, hemos conocido gente de fuera y por eso son Letras Migrantes”.

Como la historia lo ha demostrado, las acciones de las madres y las abuelas han sido vitales para sostener a las sociedades y las comunidades, y lo mismo pasó con la sala de lectura, afirmó Magda.

“Con la fuerza y el empeño que ellas han puesto en cada actividad, han sido como el aliciente y, a veces, como siempre pasa, las personas se pueden desmotivar porque, junto con las actividades de la sala de lectura, van la vida, sus tragedias y sus pesares que cada familia tiene, pero, aun así, con todo y que a veces no es fácil para ellas, siguen apoyando y se siguen organizando de manera independiente y autogestiva”.

Leer en la pandemia

Si no fuera por la pandemia, Magda y sus niños ya habrían inaugurado su primera sala de lectura física con un techo firme. Se hubieran mudado de la sombra de los árboles a un espacio con sillas, mesas y libreros. Con aire acondicionado. Un gran alivio para un pueblo habituado a temperaturas de más de 40 grados centígrados. Les costó diez años conseguir este espacio: una casa prestada.

“Nos donaron un acervo que vamos a estrenar, son 150 libros nuevos para acondicionar la sala de lectura en forma: tenemos los tapetes, cojines y una mesa”, describió la mediadora, “estamos por pintar y mandar a hacer los libreros, esperamos que pase esta crisis sanitaria y que podamos reunirnos los más pronto posible para abrir”.

Será un espacio administrado por la propia comunidad, por las madres y sus hijos organizados, sostuvo Magda.

“Es una casa particular que nos van a prestar y queremos habilitarla lo más pronto posible y si alguien desea apoyar con libreros o con insumos la hagan más amena y agradable, será bien recibido. Principalmente, porque hacen falta espacios comunitarios para los niños y yo deseo hacer visible esta problemática de las familias del campo y las letras nos han llevado a transitar a diferentes momentos de la historia de lo que se vive en el Poblado: empezamos a narrar cuentos y ahorita estamos en el momento de apoyar para enfrentar el Covid-19”.

Magda siempre ha trabajado en red y está agradecida de estar rodeada de una gran cantidad de personas solidarias. No solo ha habido lectura para los niños y sus familias, sino comida y vestido en medio de la crisis, regalos en Navidad, cubrebocas durante la contingencia.

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“La sala no se podía abstraer de la realidad social en la que estaba inmersa, entonces empezamos a hacer acopios de despensas, de ropa y bufandas; así hemos transitado por diferentes acciones de apoyo social y humanitario, que es lo que actualmente ha estado haciendo la sala con el apoyo y coordinación del Grupo de Trabajo Jornaleros Agrícolas en Sonora”, dijo.

Ahora que las actividades de la sala permanecen pausadas para protegerse del coronavirus, Magda empezó a llevar despensas y a dar seguimiento a sus niños a través de WhatsApp: de acuerdo con las posibilidades tecnológicas de cada familia, ella se ha encargado de, al menos, enviarles cuentos por mensajes de audio y preguntarles cómo están.

“Otra situación en el Poblado Miguel Alemán es la brecha digital: no todos tienen la posibilidad de un teléfono y acceder a Internet. Si la gente tiene teléfono, a veces lo carga el papá o la mamá que trabaja en el campo y que se va a usar hasta que regrese. Hay gente en el poblado que sí tiene Internet, pero en mi caso, con las familias jornaleras, no hay piso parejo”.

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Durante los últimos días, el celular de Magda ha recibido algunos videos y fotografías de los niños y sus madres felicitándola por los diez años de Letras Migrantes que la han conmovido hasta las lágrimas.

Ana María es una de las primeras niñas que Magda conoció en el poblado, cuando llegó en pañales a sentarse debajo del árbol. Tenía dos años.

“Primero que nada, agradezco a Magda por hacer realidad los sueños de muchos niños y aprender a fomentar y valorar la lectura porque son indispensables en la vida”, dijo Ana María, ahora de 12 años, en su video conmemorativo de la sala de lectura.

“Mis principales maestros han sido los niños, yo aprendí de ellos”, concluyó Magda, “ellos me enseñaron a ser mediadora de lectura ahí. Yo aprendí de las señoras del campo y puedo contar ahora que cultivo en la costa, en qué temporadas son los cultivos, qué hace una mujer entre los surcos. Ellos me enseñaron a que yo tenga los pies sobre el suelo”. Para apoyar a la sala de lectura Letras Migrantes, puedes encontrar a Magda Rivera Carrillo vía mensaje privado en Facebook. También en @solmarea en Twitter.

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