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El Extranjero

La guerra de etiquetas estalla en Perú

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A menos de una semana de la segunda vuelta presidencial en Perú entre el ultraizquierdista Pedro Castillo y la derechista Keko Fujimori, Sendero Luminoso se ha hecho presente en la campaña a través del llamado terruqueo y la dictadura fujimorista con el aprofujimontesinismo. 

El “terruco” es acusar a alguien o lo que es lo mismo: demonizar a aquellos que tienen ideas afines a la izquierda o progresistas, o a cualquier que cuestione de alguna manera el statu quo, insinuando que simpatizan con grupos armados que operaron en Perú, como Sendero Luminoso.

Una periodista le preguntó a Castillo que cuándo pensaba presentar a su equipo técnico, el candidato de izquierda y revelación en la primera vuelta dijo: “Yo no voy a exponer a mi equipo técnico. ¿Para qué? ¿Para que los terruqueen, para que los estigmaticen?”.

En el debate que sostuvieron ambos candidatos, Fujimori le dijo a Castillo: “Me comprometí en todo momento al inicio de la campaña a no terruquear y lo he cumplido a cabalidad. Aquí los únicos que se terruquean son ustedes mismos”.

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Con sus declaraciones, ambos postulantes hacían referencia a una práctica muy común en Perú: el “terruqueo”.

En los años 80, Perú estaba sumido en la sangrienta guerra que desataron Sendero Luminoso (SL) y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) contra el Estado peruano para tomar el poder por la vía armada.  El enfrentamiento pudo haber dejado alrededor de 69 mil muertos o desaparecidos, según la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR).

La palabra “terruco” empezó a usarse precisamente en los 80, cuando operaba el grupo armado Sendero Luminoso al mando de Abimael Guzmán, que hoy cumple cadena perpetua. Los miembros capturados de estos grupos subversivos fueron condenados por “terrorismo”.

En los años del conflicto interno, es posible que el adjetivo terrorista adquiriera la terminación “uco”, para convertirse en “terruco”, como resultado de un proceso de “quechuización”, señalaen un ensayo el historiador peruano Carlos Aguire, ya que “es común entre quechuahablantes ‘quechuizar’ palabras cambiándoles su terminación por ‘uco'”.

“Terruco”, entonces, pasó a ser desde los años 80 una palabra coloquial para decir “terrorista”. Los registros más antiguos del uso del término “terruco” datan de 1983 en Ayacucho, la región de la sierra sur de Perú donde empezó a operar Sendero Luminoso, cuenta Aguirre.

Por eso, en aquella época, la palabra “terruco” no solo se usó para referirse a los terroristas. También adquirió una connotación racista, para denostar a las personas de rasgos indígenas o provenientes de Ayacucho o de los Andes en general, debido al estigma que pesaba sobre los habitantes de la sierra, de ser sospechosos de “terrorismo”.

Los ayacuchanos eran llamados “terrucos” hasta por sus amigos, detalla Aguirre en su ensayo publicado en 2011 en la revista Histórica, de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP).

Con el tiempo, la utilización de la palabra se fue ampliando. Durante todo el conflicto interno, “el uso del término ‘terrorista’ para desacreditar a opositores políticos fue constante”, escribe Aguirre.

De acuerdo con BBC Mundo, en los 90, el término “terruco” se usó para referirse a los críticos del entonces presidente Alberto Fujimori, quien presentaba como uno de sus logros la captura del fundador y cabecilla de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, ocurrida en 1992.

Los seguidores de Castillo han sido “terruqueados” en esta campaña. Una vez finalizado su gobierno, en 2000, los fujimoristas usaban el apelativo “terruco” para descalificar a cualquiera que estuviera a favor de las condenas que recibió Fujimori, hoy preso por violaciones a los derechos humanos.

Pero además, “cierta derecha mayoritaria peruana creó una asociación entre el término ‘terrorista’ y las críticas al modelo económico implantado en los 90”, dice el politólogo peruano Daniel Encinas a BBC Mundo.

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Si en Perú uno le dice a otro “terruco” o “caviar” es probable que este le eche en cara ser un “aprofujimontesinista” y, si ya tiene cierta edad, quizás también “viejo lesbiano”, toda una jerga política muy particular que reluce en el fragor de las redes sociales ante las inminentes elecciones.

Estos términos son empleados por el “aprofujimontesinismo”, la palabra con la que desde la izquierda se define a la “alianza” tácita que durante los últimos años han consolidado el fujimorismo y el Partido Aprista Peruano (PAP) con posturas de derecha muy coincidentes y respaldos políticos mutuos y reiterados.

Tal y como se aplica, busca poner bajo el mismo halo de corrupción que marcó los gobiernos de Alan García (1985-1990 y 2006-2011) y Fujimori (1990-2000), cuyo “superasesor” Vladimiro Montesinos fue el epítome de la iniquidad y el saqueo masivo desde las esferas más altas de poder.

Hay que tener mucho cuidado en Perú con los “psicosociales”, una palabra que designa a las fake news mucho antes de que se llamasen fake news, pues alude a historias falsas armadas por el gobierno, como una virgen que lloraba sangre, para desviar la atención de otros temas más relevantes.

Aquel que está en contra del fujimorismo y del aprismo suele decir con orgullo que es “antiaprofujimontesinista”, una corriente que en las pasadas elecciones, de 2016, cobró mucha fuerza con multitudinarias manifestaciones contra la candidatura presidencial de Keiko, hija de Alberto Fujimori.

El caso es que si los autores (según Sendero Luminoso) de la matanza perpetrada el 23 de mayo en una zona selvática pretendían influir en los comicios, ya lo consiguieron, pero habrá que esperar al próximo domingo para saber a cuál de los dos candidatos ha beneficiado, si Keiko o Castillo.

Cuando se produjo la masacre en que fueron acribilladas 16 personas –incluidos dos niños–, Fujimori ya llevaba semanas recuperando posiciones en las encuestas, que al inicio de la carrera por la segunda vuelta arrojaban una amplia ventaja para Castillo. 

Tras el atentado, la diferencia entre ambos se hizo muy estrecha, apenas un punto (50.5% frente a 49.5%) a favor del izquierdista, mientras que antes de la matanza era superior a seis (53.2% frente a 46.8%), según Datum.

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