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La Opinión

La toma del Capitolio es el signo de nuestros tiempos

El Capitolio — representación de la división de poderes de Estados Unidos del republicanismo, constitucionalismo y democracia— fue vejado

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Jacques Coste
El mundo ha experimentado una serie de tensiones entre demagogia y democracia.

Lo que pasó el 6 de enero en Estados Unidos dejó estupefactos a propios y extraños. Francamente, yo mismo sigo teniendo problemas para asimilar las imágenes del Capitolio tomado por una turba enardecida. 

Si hace seis o siete años las hubiéramos visto en una película distópica hollywoodense, hubiésemos pensado: “¿Qué jalada es ésta? Es imposible que algo así pase”. Sin embargo, ocurrió. 

Aconteció en Estados Unidos y resonó en todo el mundo.

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No me refiero solamente al eco diplomático y geopolítico que tuvieron los hechos: China y Rusia ya planean sus siguientes movimientos ante una muestra más del declive estadounidense; Corea del Norte, Cuba, Irán y Venezuela se burlan de que la “democracia ejemplar del mundo” haya sido sede de semejante papelón; Japón, Reino Unido y la Unión Europea se lamentan de ver a su aliado estratégico más importante en tan vergonzosas condiciones. 

Todo eso es de suma importancia, pero igualmente significativo es el simbolismo de estos hechos: la muchedumbre fanatizada apropiándose del Capitolio es el signo de nuestros tiempos. 

Polémica, tan admirada como odiada, la Unión Americana había sido el ícono del republicanismo y la democracia en el mundo de posguerra. Bajo la premisa del excepcionalismo estadounidense, Washington proyectaba una imagen de grandeza histórica, autoridad moral y liderazgo político hacia el resto del mundo. 

Esto contribuía a que, tanto en el interior como hacia el exterior, sus instituciones y sus tradiciones democráticas estuvieran cubiertas por un velo de solemnidad, legitimidad y ejemplaridad, que incluso llegaba al punto de la mitificación. 

Ahora, todo eso está entre signos de interrogación. El Capitolio —sede legislativa y representación de la división de poderes y, por tanto, del republicanismo, el constitucionalismo y la democracia— fue vejado. 

No fue tomado por una célula terrorista internacional ni por un ejército extranjero. Fue ultrajado por un grupo de ciudadanos estadounidenses exaltados con el chovinismo, el supremacismo racial y la demagogia de su líder.

No fue invadido por un grupo político con una ideología clara o una agenda programática determinada. Fue atacado por una masa enfadada y rabiosa, que profería cánticos simplones y consignas vacías, se tomaba selfies en los asientos de los legisladores y subía videos en vivo a sus redes sociales mientras vandalizaba el recinto.

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En suma, el 6 de enero observamos cómo, por un momento, la demagogia humilló y sometió a la democracia. Al final, ya al borde del abismo, la segunda se impuso a la primera y el triunfo electoral de Biden se certificó. 

Durante los últimos años, el mundo ha experimentado una serie de tensiones entre demagogia y democracia. Erosión democrática, espiral populista, deriva autoritaria y política en tiempos de posverdad son algunos de los conceptos que se han propuesto para denominar a este fenómeno desde distintas perspectivas analíticas. 

El miércoles negro constatamos sus verdaderos alcances. Comprobamos que la demagogia no conoce límites ni autocontención. Verificamos que, cuando la pradera del encono y la polarización está encendida, el incendio no se apaga con simples llamados a la prudencia. 

Nos dimos cuenta de lo indefensa que queda la democracia cuando se pierde el respeto por las instituciones y las tradiciones, y de lo frágil que es cuando un bando se atiene a las reglas prestablecidas y el otro sólo las acepta cuando le favorecen. 

Confirmamos el poder de movilización del discurso del victimismo, el resentimiento y la división, y corroboramos lo peligroso que es el culto a la personalidad, que engendra ejércitos de personas fanatizadas dispuestas a hacer todo por su líder y diluye el pensamiento crítico de los ciudadanos. 

Por último, constatamos que el pragmatismo político debe tener límites y que, cuando se apoya a un demagogo por conveniencia personal, las consecuencias para el orden democrático pueden ser irreversibles. Por más que se hayan distanciado de Trump en estos días, todos esos republicanos que fueron sus incondicionales seguidores durante estos cuatro años son tan culpables como él de lo que sucedió. 

Uso verbos como “confirmamos” y “corroboramos” deliberadamente porque, en el fondo, ya sabíamos todo esto, pero ahora somos más conscientes del verdadero alcance del fenómeno. La cuestión ya no es cómo evitar que la demagogia germine, sino cómo impedir su avance, su consolidación y su manifestación en formas violentas. 

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