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La Opinión

Ricardo Anaya propone regular las drogas en México para frenar el narcotráfico (II)

Ricardo Anaya, ex presidente del PAN, hace un en su libro El pasado, presente y futuro de México un análisis simplista sobre la historia del narcotráfico

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Jacques Coste
Ricardo Anaya propone acabar con la corrupción en México.

Ayer, este espacio estuvo dedicado al análisis de la primera parte del nuevo libro de Ricardo Anaya, la cual se centra en explicar la visión del autor sobre la historia de México. Hoy, empezaremos la revisión del segundo bloque de la obra, en el cual se ofrecen diagnósticos de distintos problemas actuales de nuestro país, así como algunas propuestas para solucionarlos.  

Los primeros cuatro capítulos de este bloque se enfocan en problemas relacionados con la inseguridad, la violencia y la corrupción. 

El capítulo 4, que abre esta parte de la obra, versa sobre la corrupción. Anaya se coloca en contraposición a Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador en este tema: “para Peña Nieto la corrupción es un problema cultural y para López Obrador todo depende de la bonhomía de las personas, en especial la del presidente. […] En contraste con esa posición, creo que […] la corrupción se combate con el adecuado diseño de las leyes y los incentivos, y el eficaz funcionamiento de las instituciones”. 

Tras esa reflexión inicial, postula que la mejor manera de combatir la corrupción es mediante un sistema —“un conjunto de órganos coherentemente coordinados”— destinado al aplacamiento de ese mal.  Además, reconoce que la lucha contra la corrupción es una tarea de largo aliento, que requiere un esfuerzo constante y permanente.

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También sostiene que, en el caso mexicano, el camino obvio para iniciar esta labor es echar a andar la maquinaria del Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) y el Nuevo Sistema de Justicia Penal. En este punto, acusa a Peña Nieto y a López Obrador de obstaculizar y boicotear al SNA. Sin embargo, dedica pocas líneas a explicar cómo podrían revitalizarse estos sistemas y qué se podría hacer para que funcionen mejor. 

El capítulo 5 es, en mi opinión, uno de los más sólidos del libro. Se enfoca en el problema de la violencia y la inseguridad, aunque sin detenerse en el narcotráfico, puesto que hay otro capítulo dedicado a ese tema. Anaya centra el grueso sus críticas en el gobierno de Felipe Calderón por ser el iniciador de la guerra contra el narcotráfico, aunque también señala que Peña Nieto y López Obrador continuaron con el enfoque militarista de la seguridad pública. 

Quizá el argumento central de su análisis es que, si bien la inseguridad se explica principalmente por factores estructurales, la actuación del gobierno importa —y mucho—, por lo que las decisiones equivocadas en materia de seguridad han exacerbado la violencia durante los últimos tres sexenios. 

Se trata de un capítulo extenso, pero me limito a rescatar tres propuestas de Anaya para atender la seguridad y la violencia. En primer lugar, dedica un apartado a la violencia de género y reconoce que los feminicidios merecen investigarse y combatirse de manera diferenciada respecto al homicidio doloso. 

Propone que los canales de denuncia de violencia doméstica se deben ampliar y acercar a las víctimas potenciales. También plantea que el financiamiento a los Centros de Justicia para las Mujeres es fundamental para proporcionar una atención oportuna e integral a las víctimas. Vale la pena destacar que ambas propuestas están en línea con las recomendaciones de diversas organizaciones feministas.

En segundo lugar, propone la creación de un organismo similar al Coneval, pero dedicado a la evaluación de las políticas de seguridad. Así, el gobierno podría ajustar sus estrategias con base en evidencia empírica y no en creencias personales. En tercer lugar, hace énfasis en el componente local de la seguridad. Sostiene que se requieren acciones “diferenciadas y focalizadas”, ya que “no hay solución nacional única, sino distintas soluciones locales y regionales que deben articularse en una gran estrategia nacional”.

Los capítulos 6 y 7 deben presentarse en conjunto, pues el primero versa sobre el narcotráfico y el segundo sobre la posible despenalización de las drogas. Primero, Anaya realiza un recuento —algo apretado y simplista— de la historia del narcotráfico en México y cómo las organizaciones se han ido extendiendo en cantidad —es decir, el número de grupos delincuenciales ha aumentado—, así como en términos territoriales y de poder. Aquí critica nuevamente al gobierno de Felipe Calderón por centrar su estrategia en la aprehensión de los líderes de las organizaciones criminales, lo cual ocasionó el desmembramiento de los grandes cárteles en células más pequeñas, pero más violentas.

Posteriormente, el autor cuestiona el enfoque prohibicionista y punitivo de la política actual de combate al narcotráfico en buena parte del mundo. Lo tacha de “obsoleto” y propone discutir otras opciones para atender el problema de las drogas, con énfasis en la salud pública. 

Para reforzar este planteamiento, arguye que Estados Unidos es el máximo exponente de la política prohibicionista-punitiva y el que más gasta en combatir el narcotráfico (principalmente fuera de sus fronteras), al tiempo de ser el país que más drogas consume. 

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En este punto, Anaya se introduce en el debate sobre la “legalización de las drogas”. Explica que usa el término legalización y no despenalización, ya que el segundo implica simplemente levantar las sanciones penales para los portadores de sustancias ilícitas, mientras que el primero busca “normar toda la cadena, desde la producción hasta el consumo”. 

Siguiendo los lineamientos de la Comisión Global de Políticas de Drogas, el autor propone que una política de “regulación responsable” es la mejor opción para atender el problema del narcotráfico y las adicciones. Aclara que la legalización no sería la única vía para resolver los problemas de delincuencia, inseguridad y violencia que aquejan a México, pero sí contribuiría a solucionarlos parcialmente. 

Por último, sostiene que la aplicación de una política de regulación responsable en México debería construirse colectivamente en un “amplio y multidisciplinario debate público”. Sin embargo, para que funcione debe partir de un enfoque “cauto e incremental”, el cual consiste en no legalizar todas las drogas en el mismo momento, sino empezar por las más suaves (como la marihuana) y, a partir de ahí, monitorear las consecuencias para hacer los ajustes pertinentes y abrir gradualmente la puerta a la regulación de otras sustancias.

En suma, estos dos capítulos presentan de manera clara la visión de Anaya sobre el problema de las drogas y el mecanismo que considera más adecuado para su solución. Se nota que el autor tiene tiempo empapándose del debate de la legalización. 

No obstante, destaca que rehúye a centrar este debate en el caso mexicano. Lo presenta de manera general y a partir de experiencias internacionales, pero dedica muy pocas líneas a exponer concretamente por qué una política de regulación responsable, recomendada por organismos internacionales, sería la más adecuada para México y cuál sería el camino para ponerla en marcha en nuestro país, más allá de organizar un debate público sobre la materia.

Mañana continuaremos revisando los siguientes capítulos del libro.

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